Son las doce y cuarto de la noche y un coche transita despacio por una calle de un barrio periférico. Dentro hay dos individuos. Uno conduce y el otro se baja cada 200 metros. Se acerca a una pared. Mira alrededor. No hay nadie —no ve a quien sí está—. Arranca un cartel electoral. Vuelve a hacer lo mismo dos minutos después. No hace falta que sea del mismo signo político: hace desaparecer a los contrarios. A la mañana siguiente el vecindario despierta con la cara de un único —o única— candidato a la alcaldía. Como si fueran tontos y ver una foto fuese el criterio universal para votar.
Se acercan las elecciones y la guerra sucia llega al campo de batalla. Para qué molestarse en hacer una campaña que analice las necesidades del vecindario si hay señores que pueden pernoctar eliminando al contrario. Si hay vídeos guardados esperando ver la luz en el minuto exacto en el que el desprestigio sea más voraz. Si hay paguitas extra para condicionar la elección final.
El bien común es un trabajo conjunto. De los gobernantes y de la sociedad civil. Unos deben recuperar los valores de la profesión que eligieron y los otros no conformarse con migajas temporales.