Es posible que los relatos más impactantes de los evangelios sean los que presentan a Jesús resucitando a algún muerto. Por los datos que poseemos, Jesús resucitó a su amigo Lázaro, al hijo de una viuda de Naín y a una niña de doce años, hija de Jairo, jefe de una sinagoga, cuyo relato leemos en la liturgia de este domingo. Desde el punto de vista narrativo, Marcos consigue conmovernos al introducir en el relato la curación de una mujer que padecía flujos de sangre, y que, aprovechando el tumulto que se organiza al paso de Cristo, se acerca a Jesús con profunda fe hasta tocarle la orla de su manto. En aquel mismo momento se sintió curada. El evangelista se detiene en esta curación, que resulta inoportuna a los lectores, pendientes como están de que Jesús vaya pronto a casa de Jairo, quien, al comienzo del relato, le pide con insistencia que acuda a sanar a su hija enferma, que «está en las últimas». La conversación de Jesús con la hemorroísa curada, de la que alaba su fe, genera una inquietante tensión porque hace que Jesús se demore en atender la súplica de Jairo. De hecho, mientras Jesús está hablando aún con la hemorroísa, llegan mensajeros de la casa de Jairo para decirle que su hija ha muerto. Hasta el lector más caritativo pensará: si esta mujer no hubiera entretenido a Cristo… Y resulta fácil comprender lo que dicen algunos testigos del hecho: «¿Para qué molestar más al maestro?». Como si dijeran: ya no hay solución.
Jesús, sin embargo, dice a Jairo: «No temas, basta que tengas fe». Y sin más comentarios se dirige a casa de Jairo acompañado solamente de los tres discípulos predilectos –Pedro, Santiago y Juan– que serán testigos del milagro. Cuando, al llegar a la casa, encuentra a los plañideros alborotando a gritos, Jesús afirma: «¿Qué estrépito y lloros son éstos? La niña no está muerta, está dormida». El evangelista añade: «Y se reían de él». Jesús echó fuera a todos, tomó a los padres de la niña y a sus acompañantes, entró donde estaba la niña y, tomándola de la mano, le dijo en su lengua aramea: Talitha qumi, que significa: «niña, levántate». Inmediatamente, dice Marcos, «la niña se puso en pie y echó a andar».
No es difícil imaginar el estupor de los testigos. Quien haya visto la escena final de la insuperable película de Dreyer, Ordet, recordará el momento crucial en que el perturbado Johannes, a petición de una niña que simboliza la fe de los sencillos, la fe en el Reino de Dios, se dirige a la mujer que ha muerto a consecuencia de un parto y le dice: «En el nombre de Jesucristo, te lo ordeno: Levántate». El suspense de la escena logra detener el tiempo e introducir al espectador en el milagro de la resurrección, que deja atónitos a los presentes, menos a la niña, que sonríe viendo que las manos de su madre muerta comienzan a moverse lentamente despertándose del sueño mortal. Dos personajes comentan entre sí: «Es el Dios de antes, el Dios de Elías, el mismo y eterno».
San Marcos, extraordinario narrador, ha logrado el fin que buscaba: conmover a los lectores mostrando a Cristo como dador de la vida. En él, nos dice, se hace presente el Dios que resucita a los muertos porque él mismo es la Vida, lo opuesto a la muerte. Su narración, llena de suspense, invita al lector a seguir a Cristo hasta la habitación donde yace muerta la niña y ver, con los ojos de los testigos, que la mano de Cristo la levanta de la muerte. Este relato es el mejor comentario al texto de la Sabiduría que se lee hoy como primera lectura: «Dios no hizo la muerte, ni se recrea en la destrucción de los vivientes; todo lo creó para que subsistiera… Dios creó al hombre incorruptible, le hizo a imagen de su misma naturaleza. Por envidia del diablo entró la muerte en el mundo y la experimentan los que le pertenecen».