Nicea puede reavivar el ojo del pensamiento - Alfa y Omega

«Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo» (Mt 16, 16). «Con estas palabras —recordó León XIV en su primera homilía— Pedro expresa en síntesis el patrimonio que desde hace 2.000 años la Iglesia, a través de la sucesión apostólica, custodia, profundiza y transmite. Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, el único Salvador y el que nos revela el rostro del Padre». Es precisamente de esto —continuó— de lo que «estamos llamados a dar testimonio» en el mundo perdido, herido y a primera vista lejano e incluso hostil de la fe, que «se nos confía» para que demos testimonio de «la fe gozosa en Jesús Salvador».

Palabras significativas, autorizadas y orientadoras. Porque, si es cierto que la policrisis en la que hoy nos vemos envueltos crece exponencialmente día a día, no es menos cierto que, en este cuadro complejo e incierto, se hace cada vez más evidente la constatación —lo digo con palabras de un intérprete lúcido y proactivo de nuestro tiempo como Edgar Morin— de que el ojo del pensamiento que mira la realidad, para captar su verdad y sostener con justicia su destino ocupándose responsablemente de ella, parece haberse vuelto ciego. De modo que la pregunta es ineludible y urgente: ¿con qué luz puede reavivarse para que vuelva a vernos, y a vernos bien y con justicia?

Recordar el primer Concilio Ecuménico de Nicea en este contexto desafiante, 1.700 años después de su celebración [comenzó el 20 de mayo del año 325, N. d. E.], es una gracia y una llamada para la Iglesia. Porque se acredita como el kairós de una llamada: testimoniar en la unidad como cristianos de todas las Iglesias y atesorar con fidelidad creadora, con visión profética, con incisividad histórica, aquella luz que en Nicea —escribió san Gregorio el Teólogo— encendió «el ojo santísimo de la ecúmene». El documento que nos ofrece al respecto la Comisión Teológica Internacional (CTI) aspira a ofrecer una sólida contribución en esta dirección. En efecto, al poner de relieve los extraordinarios e ineludibles «recursos» concentrados en el símbolo nicenoconstantinopolitano, propone una respuesta fiable a la cuestión de cómo reavivar en las mentes y en los corazones «la luz de Cristo y de su Evangelio», para que esta sea la luz que «nos ayude a repensar el pensamiento». Porque «nuestro modo de pensar —subrayó el Papa Francisco en diciembre pasado dirigiéndose a los teólogos— configura también nuestros sentimientos, nuestra voluntad y nuestras decisiones. A un corazón amplio corresponde una imaginación y un pensamiento amplios, mientras que un pensamiento encogido, cerrado y mediocre difícilmente puede generar creatividad y valentía».

«Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa» (Mt 5, 15). Es en esta perspectiva donde se capta una, si no tal vez la primera intencionalidad que inspira el documento. Celebrar Nicea —leemos— «es sobre todo llenarnos de asombro ante el símbolo que el Concilio nos ha dejado y ante la belleza del don que se nos ha entregado en Jesucristo, de quien es como un icono en palabras» (n. 7), acogiendo con ese renovado asombro que se convierte en fuente de un renovado impulso creativo, «la increíble luz que el acontecimiento de Jesucristo proyecta sobre la percepción de Dios y la vocación divina del ser humano y de la no menos increíble transfiguración del pensamiento y de la cultura humana desplegada en el acontecimiento de la Sabiduría que resulta de ahí» (n. 92). En efecto, en el símbolo niceno —así lo afirma la CTI— «confesamos que un acontecimiento histórico ha cambiado radicalmente la situación de todos los seres humanos. Confesamos que la Verdad trascendente está inscrita en la historia y actúa en ella. Por eso el mensaje de Jesús no puede disociarse de su persona: Él es para todos “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6)» (n. 25) que «ofrece un acceso sin precedentes a Dios e introduce una transformación del pensamiento humano» (n. 5).

Por eso el símbolo niceno se propone, en el camino de la Iglesia y de la familia humana, como «expresión y fruto de la novedad de la revelación» y como verdadero «paradigma para todas las etapas de renovación del pensamiento cristiano y de las estructuras de la Iglesia» (n. 71). Porque es la luz con la que la fe en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo puede encender el ojo del corazón y de la mente para liberarlo de la ceguera; propiciando una inteligencia renovada de la aventura humana iluminada por la gramática trinitaria del amor. ¿No es esta —como nos recordaba el Papa León XIV— «la hora del amor»? Es necesario hacer brotar también en la praxis una nueva etapa en el camino de la humanidad al servicio de la venida del Reino de Dios en justicia, paz y fraternidad.

«Nicea», se lee en la conclusión del documento de la CTI, «es fruto de una transformación del pensamiento que ha sido posible por el acontecimiento Jesucristo. Asimismo, solo será posible una etapa nueva de evangelización para aquellos que se dejan renovar por este acontecimiento, para quienes se dejan aferrar por la gloria de Cristo, siempre nueva» (n. 122), para «anunciarlo a través del testimonio de la admirable fraternidad fundada» en Él. Porque, «de un modo misterioso, es su amor el que se manifiesta a través de nuestro servicio, Él mismo le habla al mundo con ese lenguaje que a veces no puede tener palabras» (n. 124).