Es tan frecuente la tentación de pretender que la Iglesia se adapte a nuestro molde, se someta a nuestra imagen y medida, que resulta saludable (pero también estremecedor) bucear en la conciencia y los sentimientos de John Henry Newman cuando se aprestaba a dejar su confortable hogar anglicano para entrar en la casa católica. Durante la Navidad de 1844, ante la alarma que embargaba a su hermana Jemima, Newman le describió su situación de esta manera: «¿por qué hago esto?, me pregunto, sino porque creo que estoy llamado a hacerlo… Ante muchos tengo buen nombre, deliberadamente lo sacrifico. Ante muchos otros tengo mal nombre y estoy cumpliendo con sus peores deseos y dándoles su más codiciado triunfo. Estoy lastimando a aquellos a quienes amo, inquietando a todos aquellos que he instruido o ayudado. Me acerco a quienes no conozco, y de quienes espero muy poco. Me destierro a mí mismo, y a mi edad. ¿Qué puede ser sino estricta necesidad lo que provoca esto?».
¡Estricta necesidad! Parece lógico preguntarnos por el contenido de esa «necesidad» que llevaba a un hombre de 44 años, perfectamente acomodado, a jugárselo todo, especialmente si tenemos en cuenta que el rostro histórico del catolicismo de mediados del siglo XIX no podía resultar especialmente atractivo para Newman, como él mismo no se recataba en manifestar. La víspera de ser recibido en la Iglesia Católica, confesaba a uno de sus amigos que «habiéndome dejado conducir entera y sencillamente en el camino por mi propia razón… ahora no me arrepiento de someterme a lo que parece ser una llamada exterior». El camino exigente e inquisitivo (insobornable) de su razón no puede entenderse al margen de esa «llamada», que venía del exterior. Durante largos años, ciertamente, Newman había examinado la historia del cristianismo y vio crecer en él, paso a paso, la convicción de que sólo la Iglesia Católica presidida por el Obispo de Roma, sucesor de San Pedro, custodiaba íntegramente la fe apostólica que habían profesado y enseñado los grandes Padres de los primeros siglos.
Años después, envuelto en una de las muchas diatribas que lo acompañaron casi hasta la muerte, lo describía de esta manera: «por eso soy católico, porque Nuestro Señor fundó la Iglesia, y esa misma Iglesia ha estado en el mundo desde entonces; porque en cada época algunos grupos se han separado de ella y han demostrado que esa separación es la muerte y que tienden a perder toda fe definida». Sólo en esa Iglesia podía escuchar, con plenitud y seguridad, la voz de su Señor, porque sólo en ella podía reconocer la continuidad de Cristo, su Divina Presencia, como gustaba decir. Esta conciencia se expresaba muy especialmente al hablar de la eucaristía: «no hay nada que me haya atraído tanto a la unidad de la Iglesia como la presencia de su Divino Fundador y Vida donde quiera que voy…».
Así pues el paso de Newman a la Católica respondió a una «estricta necesidad». Pero lo que me hace pensar una y otra vez es que lejos de entrar en un oasis de paz hubo de afrontar una dificultad tras otra. Entre nosotros es habitual que cualquier disfunción observada en la vida de la Iglesia, cualquier decisión que nos incomode, cualquier personaje que nos resulte antipático, se conviertan en una objeción que nos vuelve recelosos y amargados. Pues de todo esto, Newman tuvo hasta hartarse, pero jamás supuso para él un velo que le impidiese ver la verdad que habitaba en la Iglesia, una verdad vitalmente necesaria para él.
Por ejemplo, tenía serias objeciones al modo en que el pontificado de Pío IX afrontó el desafío de los tiempos modernos, un modo que él consideraba marcado por la lentitud y una cierta estrechez de miras. Sin embargo su lealtad al Papa jamás tuvo fisuras. Tampoco cuando le preocupó hondamente el sesgo de los debates sobre la infalibilidad pontificia durante el Concilio Vaticano I. Newman consideraba con aprensión los movimientos del partido ultramontano y temía una formulación desequilibrada y abusiva de una convicción de fe, que por otra parte él compartía con toda la Tradición. Finalmente quedó satisfecho con la formulación aprobada, pero incluso si no hubiese sido así, tenía claro que la Iglesia en su camino habría sabido aclarar y corregir posibles exageraciones.
Durante muchos años, especialmente hasta la llegada de León XIII a la sede de Pedro, hubo de sufrir incomprensiones y recelos de algunos obispos ingleses, de parte de la Curia romana y también de otros conversos como él. Sus ideas sobre el desarrollo del dogma, su teología del laicado o su proyecto de Universidad católica, chocaron una y otra vez con la cerrazón de quienes habrían debido apoyarle y con la envidia rastrera de personajes mediocres, siempre atentos a descubrir cualquier sombra de herejía en el viejo profesor de Oxford. Y sin embargo es impresionante el horizonte de su mirada, aun en medio de tantos sufrimientos, especialmente duros para un espíritu marcadamente sensible como el suyo: «la Iglesia ha tenido que ser pilotada a través de difíciles estrechos y aguas poco profundas, con rocas ocultas, sin boyas ni faros y con muy pocos medios humanos; y aunque gracias a su divino guía (que ha cuidado de ella para que no sufriera daño material) ha escapado en cada peligro, aún tenemos otros muchos que librar».
Casi un siglo después, Pablo VI confiaba al filósofo Jean Guitton que Newman había sido un profeta, y que sus grandes tesis sobre el valor de la conciencia, sobre el desarrollo de la doctrina o sobre la vocación del laicado, habían sido una semilla fecunda para el Concilio Vaticano II. Es curioso, Newman intuyó que ese momento llegaría, pero no tuvo prisa: «¡lo que ha de cambiar está llegando, lenta pero seguramente! Un nuevo mundo está surgiendo del viejo; puede llevar algunas generaciones para adquirir forma, como en épocas anteriores de la Iglesia…».
Incluso su nombramiento cardenalicio, acaecido en 1879, que dejaba claro ante el mundo el aprecio y la gratitud del Papa, tuvo sus ribetes polémicos, como si la dificultad hubiese de acompañarlo hasta la tumba. Casi al final de su vida hablaba de este modo: «he tenido una intención honrada, una ausencia de fines individuales, un carácter de obediencia, una disposición a ser corregido, un temor al error, un deseo de servir a la Santa Iglesia, y a través de la misericordia divina, una justa cantidad de éxito». En esto último observamos que nunca perdió su humor, tan británico, pues él sabía que «la regla de la Providencia de Dios es que hemos de triunfar a través del fracaso».