«Mujer, no llores»
Así le dije a Maribel, en el IFEMA, durante la angustiosa espera de la confirmación de la muerte de su hijo: «Mujer, no llores». Son las mismas palabras de Jesús a la viuda de Naín que llevaba a enterrar a su hijo. Maribel me dio las gracias…, pero siguió llorando. Ninguna palabra, por certera que fuese, ningún gesto ni acción, por extraordinarios y sublimes que llegaran a ser, de los hombres, ni aun de los más expertos, eran capaces de acabar radicalmente con el llanto de madres y padres, esposas y esposos, hijos, hermanos, familiares, amigos de los asesinados en la horrible masacre del pasado jueves en Madrid. Angustiados, sus familiares pasaban horas interminables, a la espera de escuchar por los altavoces un nombre que les sacara de la terrible incertidumbre en la que estaban sumidos.
Había calor humano; era de agradecer sobremanera la cercanía de tantos que se mostraban verdaderos hermanos, aunque no lo fueran de sangre. Ese calor estaba siendo signo de una Presencia más allá de lo puramente humano. Muchos no la reconocían. Maribel estaba destrozada: «Ya no voy a poder seguir creyendo», me decía. La invité a rezar juntos y saqué de mi bolsillo uno de los rosarios hechos por los cristianos artesanos de Belén, que fue el expresivo obsequio recordatorio de la visita del Papa Juan Pablo II a España, el pasado mes de mayo, con el que el millón y medio de jóvenes en Cuatro Vientos rezaron con el Santo Padre. Se lo recordé a Maribel. Desgranando las Avemarías, respirábamos el aroma de esa Presencia divina que transmite paz, la paz verdadera, justamente aquella que no podemos fabricar los hombres, ninguno de los hombres. Sólo Uno. Al recoger de nuevo mi rosario, Maribel me dijo que echaba de menos una capilla.
En torno a la medianoche, en una de las salas del IFEMA, instalaron la capilla. Allí, en una cajita insignificante, sobre el altar, estaba Cristo. Recé ante Él unos instantes, y continué con Él, en medio de tanto dolor, un dolor traspasado de un amor silencioso que hablaba de Su presencia. Muchos no la reconocían. Por los altavoces llamaron a otra familia, bajaron camino del lugar de reconocimiento de los cadáveres un grupo de dominicanos, amigos de Marta; en realidad «somos como hermanos», me dijeron. Con toda espontaneidad rezamos juntos por Marta, y para que a todos el Señor nos confortara el alma.
Eran más de las dos de la madrugada cuando volví junto a Maribel, aún con la incertidumbre de la angustiosa espera de escuchar por los altavoces el nombre de su familia. «Yo no voy a poder vivir ya sin mi hijo», me decía. Y yo no sabía cómo decirle que sí, que Dios nos ha creado para la vida, que la muerte no tiene la última palabra… Sólo podía ofrecerle mi pobre presencia, mi cariño y mi amistad. «Tu hijo nos espera. Entre tanto, no dudes en contar conmigo, como verdadero hermano», le dije. Intercambiamos nuestras direcciones.
La viuda de Naín lloraba amargamente por su hijo muerto. Sin embargo, cuando Aquel nazareno cogió de la mano al joven que llevaban a enterrar y lo levantó con vida, el llanto de la madre pudo transformarse en una alegría inimaginable hasta entonces en el mundo. A cambio del hijo recobrado con vida, precisamente para darnos a todos la única Vida que sacia el deseo infinito de nuestro corazón, Aquel nazareno cargó con todos los pecados de la Humanidad entera y murió atrozmente en una cruz… Hoy, como en Naín, Cristo sigue diciendo, con toda la verdad del poder infinito de su amor: «Mujer, no llores».