Morante o la historia de la suerte - Alfa y Omega

La pasada Feria de San Isidro mi padre y yo pudimos ver muy de cerca aquel quite de Morante, tan sencillo como imposible, con el que libró del animal al subalterno que acababa de ponerle las banderillas: «Venía el toro persiguiéndolo, vi el peligro para el banderillero y salí al encuentro; en ese instante me acordé de Rafael el Gallo, me metí en el costado del toro y salió un lance muy torero». Como llevaba en la mano un vaso con agua, añadió: «Y no se derramó ni una gota». Esto nos ha regalado Morante: la actualidad de toda la historia de la lidia.

De Rafael el Gallo se decía que, si cayera desde un quinto piso, caería torero. Tenía esa espontaneidad felina que componía sinfónicamente el más tonto de sus movimientos frente al toro. «Hizo de lo trivial y de lo superfluo un arte puro», escribió de Néstor Luján en su Historia del toreo. Lo que es lo mismo que decir que en su arte se sintetiza el libro entero. ¿Acaso puede ser un estudio de la tauromaquia otra cosa que una historia de las suertes?

El toreo no es otra cosa que ponerse frente al toro. Es decir, frente a la muerte. Sin trampa ni cartón. Sin recetas. Sin forma alguna de asegurar la supervivencia. Con la esperanza de que la gracia o la fortuna puedan salvarte de sus astas. Solo así se explica que cada uno de los lances reciba el nombre de suerte, que no es sino la única forma de sortear la muerte.

De ahí que lo taurino termina por tener poco o nada de técnica. Es un arte. Un don del cielo, que se tiene o no se tiene. Por lo que los diferentes lances perpetrados a lo largo de los siglos no son, en ningún caso, un mecanismo de seguridad frente al toro. Se fijan movimientos y se aprenden posturas como se hace al tocar el piano o al pintar un cuadro. Pero cuando se aprenden todas esas cosas, el torero, el músico y el pintor aún no se han enfrentado a la muerte.

El arte comienza precisamente cuando la habilidad aprendida se interioriza en la parte más profunda de la memoria, que es el olvido. Por su virtud, algunos escogidos en la imitación llegan a ser el primer imitado y sienten sobre sí las fuerzas que mueven toda la historia. Solo entonces comienza el arte. Esto es, el divino juego de crear: la capacidad de sacar de la nada lo inaudito. El torero saca de la muerte que le embiste gestos y movimientos originales. Nunca son eternos. El arte siempre es contingente. Es la exaltación de la contingencia, de la trivialidad y superfluidad de la libertad humana que, pese a todo, aspira superar a la muerte.

Por eso, se torea como se vive y se vive como se torea. Sin certeza alguna de que ni la técnica ni la ética que nos enseñan puedan conducirnos por el camino seguro y nos libren de la fatalidad fortuita. Por mucho que uno sepa andar por este mundo, nada le hace inmune a la contingencia. No en vano, como cuenta Luján, el toreo es un arte popular que comenzó cuando el primer hombre del pueblo llano, sin caballo, se enfrentó al toro. Cuerpo a cuerpo, como encaraba su vida. Experimentaba así el precio de la libertad humana. Porque el toreo es libertad. La historia del toreo es así una historia de la libertad humana. Es decir, una historia de la suerte que corre el hombre contingente por el mero hecho de vivir contra la muerte.

Historia toda ella presente y viva en el arte de Morante de la Puebla, incluso cuando entre lágrimas se quitaba la coleta. Porque si lloraba no era por pena. Era su fiel compañero el miedo quien le sobrecogía. Era el temor de siempre, de quien tiene que concentrarse para lidiar la mayor amenaza de su vida. La verdad de su toreo es inextricable de esta verdad de su vida. Por lo que ese gesto suyo, tan torero, debiera arrojar luz sobre nuestras propias lidias.