Mis queridos libros - Alfa y Omega

Desde que nacimos nos hemos acostumbrado a ver en el invierno el reino laborioso del espíritu, dejando al verano sumido en la soberanía indolente de la carne, sin la voracidad repentina de la primavera ni la crueldad del mes de abril abriendo la tierra muerta, mezclando memoria y deseo. Pero tampoco sufriendo el cansancio otoñal, el sabor húmedo de la decadencia, el contacto furtivo de un tiempo que se escapa. La imaginación literaria ha otorgado una curiosa reputación a cada época del año, en la que la vida ya no es mera permanencia sino la forma de un modo de existir, un estado de ánimo, el lugar de una perspectiva moral. Durante muchas horas hemos vivido bajo la claridad de agosto, cabal y persuasiva; hemos gozado de la anchura de un aire sin límites, ante la voluntad incansable del paisaje, en esos días anchos, de luz tensa y resistente, de cielo sin fisuras vacilantes, de atardeceres solemnes y premiosos. Sin embargo, nuestra cultura siempre ha sabido distinguir entre el reposo inspirado y la holganza baldía, y en uno de sus libros más hermosos y antiguos, el Eclesiastés, nos recordó que hay un tiempo para cada cosa. Un tiempo para hablar y un tiempo para callar, un tiempo para construir y un tiempo para destruir, un tiempo para el trabajo y un tiempo para el reposo. Nunca un tiempo de indiferencia. El insuperable poeta T. S. Eliot utilizó este bello fragmento para describir nuestra difícil relación con la vida: «Hay un tiempo para el anochecer bajo la luz de las estrellas y un tiempo para el anochecer a la luz de la lámpara». Y hay un tiempo rotundo que nos emplaza a mirar nuestra existencia cara a cara.

Agosto es un mes apropiado para emigrar a aquellas lecturas que nunca podemos abandonar del todo, que son una presencia permanente en nuestro trajín y a las que, de vez en cuando, hemos de regresar con el tiempo y la serenidad que ofrecen esas semanas de estío. Los libros enriquecen la mirada propia con la mirada del otro, vacunan el alma contra la bárbara estrechez de los fanatismos y abren la puerta a la universalidad; donde no habla un hombre, una época, una nación… hablan todos los hombres, todas las épocas, todas las naciones. Si Platón sobrevive al mármol de Atenas es porque lectores de distintas latitudes y diferentes tiempos pudieron hacer suyo su pensamiento, admirar su sabiduría y sentir que su sensibilidad estaba teñida del mismo color.

El libro, pieza clave del patrimonio cultural de una sociedad, siempre ha sido algo muy frágil. John Milton decía que quien destruye un buen libro mata a la razón misma, y el poeta Heine que allí donde se queman libros acaban quemando personas. La historia está llena de hogueras que llegan hasta el presente, tiempos de una insoportable levedad del ser, de una devastadora ausencia de principios, de una constante improvisación de frivolidades y pérdida de sustancia moral.

Bajo la luz de agosto, alejado del griterío nervioso de la tertulia omniparlante, de la altanera algarabía verbal que nos quieren colar por discurso, busco un puerto seguro donde defenderme y me refugio en una editorial con fuste, Acantilado, que como faro vigilante orienta la navegación de las ideas en el proceloso mar de la titubeante cultura. ¿Cuántos veranos como el de este año no me habré acogido a las páginas perennes de Castellio contra Calvino. Conciencia contra la intolerancia, obra maestra de Stefan Zweig, para consolarme de la tormenta de fragilidad de convicciones y de inanición de liderazgo que arrasa Europa, reduciendo a escombros el humanismo de raíz cristiana, una tradición levantada con ahínco durante dos milenios?

«La posteridad no podrá creer que, después de que ya se hubiera hecho la luz, hayamos tenido que vivir de nuevo en medio de tan densa oscuridad». Así se manifestaba Sebastián Castellio, aquel sencillo humanista francés que no se refugió como otros próceres en la sombra para protegerse de la ira de los poderosos, sino que protestó heroicamente ante Calvino por la quema en la hoguera de Miguel Servet. «Matar a un hombre no será nunca defender una doctrina, será siempre matar a un hombre». Su desgarrador grito a favor de la vida y la tolerancia ha pasado a la historia de la humanidad. El abuso de los tiranos, la violación de derechos, la fe, la libertad, la conciencia, la verdad y el odio retratan la condición humana de todos los tiempos. La maestría narrativa de Stefan Zweig y sus excepcionales dotes literarias hacen que los lectores experimentemos en nuestra propia carne el terror que sintieron quienes padecieron la mortífera violencia del siglo XVI, la crueldad de la sinrazón y el fanatismo de los fuertes.

Necesitamos de los libros en tiempos de indignación, que no son tiempos de desaliento. Al contrario, la indignación procede de saber dónde se encuentra la dignidad, no de haberla extraviado: procede de conocer su vulneración, no de ignorar su suerte. Necesitamos de las lecturas porque, volviendo a T. S. Eliot, «el tiempo pasado y el tiempo futuro, lo que pudo haber sido y lo que ha sido, tienden a un solo fin, presente siempre».