Mi doctrina no es mía - Alfa y Omega

Mi doctrina no es mía

Alfa y Omega

«En la apertura de la segunda sesión del Concilio Vaticano II, os manifestamos el propósito de dirigiros también por escrito, como es costumbre al principio de un pontificado, nuestra fraterna y paternal palabra, para manifestaros algunos de los pensamientos que en nuestro espíritu se destacan sobre los demás y que nos parecen útiles para guiar prácticamente los comienzos de nuestro ministerio pontificio… Dichos pensamientos los tenemos que descubrir en la más cuidadosa meditación de la divina doctrina teniendo muy presentes las palabras de Cristo: Mi doctrina no es mía, sino de Aquel que me ha enviado»: con esta referencia, bien significativa, del evangelio de San Juan, comienza Pablo VI su encíclica programática Ecclesiam suam. Y más adelante afirma que no pretende «decir cosas nuevas ni completas: para ello está el Concilio ecuménico; y su obra no debe ser turbada por esta nuestra sencilla conversación epistolar, sino, antes bien, honrada y alentada».

Poco antes del fin de su pontificado, el pasado mes de febrero, tras haber anunciado su renuncia como sucesor de Pedro, en su encuentro con los párrocos y el clero de Roma, Benedicto XVI hacía balance del Concilio Vaticano II, y al concretar, por este orden, sus cuatro objetivos: la reforma de la liturgia; la doctrina sobre la Iglesia; la Palabra de Dios, la Revelación; y, finalmente, el ecumenismo, no dudó en afirmar «que fue muy acertado comenzar por la liturgia», pues «así se manifiesta la primacía de Dios, la primacía de la adoración. Fue realmente providencial el que, en los comienzos del Concilio, estuviera Dios, estuviera la adoración». Se trataba de seguir, como decía Pablo VI, no la nuestra, sino la divina doctrina. Y al referirse al tema conciliar más conflictivo de la Palabra de Dios, de la Revelación, donde «se trataba de la relación entre Escritura y Tradición», y «aquí la batalla era difícil», Benedicto XVI recordó que «fue decisiva una intervención del Papa Pablo VI, en la que muestra toda la delicadeza del padre, su responsabilidad por la marcha del Concilio, pero también su gran respeto por el Concilio. Se difundió la idea –explica su sucesor, en aquel entonces joven teólogo protagonista también de la magna asamblea conciliar– de que la Escritura es completa, en ella se encuentra todo; por tanto no se necesita la Tradición, y por eso el Magisterio no tiene nada que decir. Entonces, el Papa envió al Concilio 14 fórmulas de una frase que había que introducir en el texto sobre la Revelación, y nos daba a los Padres la libertad de escoger una de las 14 fórmulas, pero dijo: Hay que escoger una, para completar el texto». Y Benedicto XVI recuerda que la escogida dejaba claro que «la certeza de la Iglesia sobre la fe no nace sólo de un libro aislado, sino que necesita del sujeto Iglesia iluminado, sostenido por el Espíritu Santo. Sólo así la Escritura habla y tiene toda su autoridad».

Y la Iglesia, como expresó con toda claridad en su última audiencia general, es del Señor, aunque a veces parezca dormir: «Siempre he sabido que la barca de la Iglesia no es mía, no es nuestra, sino que es suya. Y el Señor no deja que se hunda; es Él quien la conduce, ciertamente también a través de los hombres que ha elegido, pues así lo ha querido». La misma certeza de su predecesor Pablo VI, que tuvo que bregar, sin duda, en medio de aguas agitadas y con viento contrario, pero siempre le sostuvo esta certeza de que la Iglesia, su vida y su doctrina son del Señor, es decir, de Aquel que le ha enviado; la certeza de la Verdad y de la Caridad que es el mismo Dios encarnado, y que guió al verdadero Concilio, no el «de los medios de comunicación, casi un Concilio aparte», que se desarrollaba fuera de la fe y que tanta confusión creó, sino el de los Padres, que «se realizaba –les decía a los párrocos de Roma– dentro de la fe, que busca comprenderse y comprender los signos de Dios y responder al desafío de Dios en aquel momento y encontrar en la Palabra de Dios la palabra para hoy y para mañana».

Es la Palabra de vida, de la Verdad y de la Caridad, Cristo mismo, la que Pablo VI no dejó de vivir y de proclamar, desde la profesión de fe del Credo del pueblo de Dios, hasta la verdad de la procreación en el matrimonio en la encíclica Humanae vitae, y de toda la vida social en la Populorum progressio, de la que Benedicto XVI, al conmemorar su 40 aniversario en la Caritas in veritate, no duda en afirmar que «ha iluminado el gran tema del desarrollo de los pueblos con el esplendor de la verdad y la luz suave de la caridad de Cristo», de tal modo que «desea rendir homenaje y honrar la memoria del gran Pontífice Pablo VI, retomando sus enseñanzas sobre el desarrollo humano integral y siguiendo la ruta que han trazado, para actualizarlas en nuestros días», sin olvidarse de que «este proceso de actualización» lo comenzó Juan Pablo II con la Sollicitudo rei socialis, a los 20 años de la Populorum progressio, bien significativamente publicada a poco más de un año de la clausura del Concilio Vaticano II. Y «en este hecho –explica Juan Pablo II– debemos ver más de una simple cercanía cronológica», pues la encíclica de Pablo VI «se presenta, en cierto modo, como un documento de aplicación de las enseñanzas del Concilio. Y no sólo porque la encíclica haga continuas referencias a los texto conciliares, sino porque nace de la preocupación de la Iglesia, que inspiró todo el trabajo conciliar». Así «se puede afirmar que es como la respuesta a la llamada del Concilio» a llenarlo todo, no de la propia, sino de la divina doctrina, ¡que es Cristo! No en vano fue Vicario de Cristo.

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