Hace medio siglo, el 3 de septiembre de 1970, entregaba su alma a Dios François Mauriac, uno de los referentes de la literatura contemporánea de inspiración católica: la intensa espiritualidad —aunque su detección puede resultar dificultosa— que rezuman novelas como El beso al leproso, Thèrese Desqueyroux o Nudo de víboras así lo demuestran. Las claves de la fe —y de la obra— de quien fue Premio Nobel de Literatura vienen magníficamente aclaradas en Le Christ de Mauriac, escrito por el benedictino André Gozier (1930-2018), uno de sus últimos confidentes. De entrada, destaca la preferencia de Mauriac por el Cristo del Evangelio de Lucas, es decir, «un Cristo Dios, cercano a los pecadores; es el Evangelio de la ternura de Dios, de la misericordia, de la parábola del hijo pródigo, es el Cristo de la Eucaristía y del relato de Emaús». Y precisa: «Su Cristo es el de las Confesiones de Agustín, de Margarita de Cortona, de Carlos de Foucauld, en suma, de los pecadores que han experimentado de forma aguda el perdón de Dios». Un perdón del que Mauriac tiene certeza pues, como escribe en El Hijo del hombre, «nunca creeremos que ya no puede haber perdón para nosotros. Esta carne, de la que a veces sentimos vergüenza, y que no para de humillarnos, es la que, sin embargo, nos convierte en hermanos del Señor».
Un factor crucial para entender una obra en la que el mal está presente a través de personajes como Louis en el Nudo de víboras: avaro resentido que desea vengarse de su familia desheredándola, hasta que poco a poco su odio se difumina y, al borde de la muerte, la gracia de Dios irradia a este viejo anticlerical. O la constante humillación, en El beso al leproso, de Jean, consecuencia de la repulsión física que genera en su mujer, Noémie, que contrajo matrimonio presionada por sus padres y también por su párroco; hasta que esta se da cuenta, a través de la tuberculosis de su marido, del profundo amor que este sentía por ella, plasmado en el sacrificio permanente para no incomodarla. Ya en la viudez, la fe redescubierta de Noémie la convierte en símbolo de piedad. Mauriac invita al lector a un viaje hacia lo trágico para luego indicarle que hay una luz al final del túnel que se llama Dios. No es una luz automática, hay que hacer el esfuerzo de buscarla. El esfuerzo se llama amor de Dios y también del prójimo.