¿Qué tiene María, que despierta la ira de los indigentes espirituales? - Alfa y Omega

«Y la que no supo o no pudo amar, fue glorificada desde entonces como ninguna otra mujer después de María». Así cerraba Giovanni Papini el capítulo dedicado a la breve vida de Beatrice Portinari en su hermoso Dante vivo. Para tomar un punto de referencia de amor incansable y evocar el sueño de una entrega total del corazón sobre la que se levantó una de las obras fundamentales de la literatura universal, Papini volvía su pensamiento hacia la Madre de Dios. Porque nuestra cultura ha vivido sus momentos luminosos de creación artística, de invocación fervorosa, de pulso del pintor, de palabra del poeta o de tenso vínculo de la oración, pensando en ella. En María se ha volcado durante siglos la inteligencia creadora del artista cristiano. La devoción a esta mujer ha agrupado a los creyentes con los lazos de una mezcla de ternura y firmeza que ella encarnó como ningún otro testigo de la existencia de Jesús.

Quizás por ser un elemento esencial de nuestra fe, de nuestras tradiciones, de nuestra vida comunitaria en Cristo, la obscenidad del insulto ha sido especialmente grave, con ánimo de ofensa y una extraña voluntad vengativa, como si arruinar el nombre de María equivaliera a un acto de liberación femenina. No repetiré aquí lo que ha llegado a decirse de la que, para cientos de millones de personas y durante 2.000 años de nuestra historia, ha sido la Madre de Dios. No ensuciaré mis palabras con la literalidad de lo pronunciado por gentes sin escrúpulo, que deben de considerar que esa blasfemia, arrojada al corazón de cada uno de nosotros, les hace a ellos libres mientras seguimos siendo esclavos de nuestras supersticiones. Ni siquiera entraré en la miserable actitud de mofarse de la virginidad de María mientras estos mismos defensores de un materialismo elemental manifiestan la risueña comprensión del antropólogo entusiasta cuando se habla de las sucesivas reencarnaciones de Buda o de la ascensión a los cielos de Mahoma para conocer a los profetas. Ya he dicho en muchas ocasiones que lo que estamos sufriendo en España no es una ola de laicismo, sino un nuevo brote del casposo sectarismo anticatólico, una reiteración que ahora se adorna con el relativismo de este siglo de confusión en el que todas las identidades culturales son respetables menos la que ha dado consistencia a la civilización occidental.

Lo que significa María

Me limitaré a recordar algunas de las cosas que María significa para nosotros, los cristianos. Solo algunas, porque al hablar de ella me ocurre lo que le pasó al propio Papini al escribir su Vida de Cristo: «Me ha sido imposible desarrollar de una manera personal los episodios en que aparece la Virgen Madre… habría hecho falta otro volumen». Meditar el testimonio de su vida nos resulta indispensable: objeto de nuestro corazón, Madre que intercede por nosotros, símbolo de compasión en las horas de su sufrimiento ejemplar, amor a Jesús derramado en nuestros labios con el sabor universal de todo el amor imaginable. Tal vez por ello los distintos momentos de la existencia de María han sido representados a lo largo de los siglos: simbolizan siempre la relación de nuestro peregrinar en la tierra con un acto fundacional que nos hace portadores de la trascendencia, la inmortalidad, la redención.

Oramos ante la Virgen que es ternura infinita teniendo en sus brazos al niño Jesús indefenso, y que es serenidad ante el milagro de la liberación proclamada en la Verdad del Hijo del Hombre. Que es amorosa cautela y que es dolor aceptado ante la Pasión de aquel hombre salido de su vientre. Piedad que las manos de los maestros del Renacimiento convirtieron en símbolo del perdón de nuestros pecados. Regreso de Jesús al regazo de su Madre, con una muerte que habría de ser el triunfo definitivo de nuestra vida y la necesaria cláusula de nuestra salvación.

Rezamos ante la Virgen, ante su pureza, que despierta la ira y la burla de los indigentes espirituales. Porque vivimos en un tiempo que ha de reflexionar sobre la libertad de uso y abuso de la carne, sobre la mercantilización del placer, sobre el vacío que nos espera cuando el cuerpo se convierte en fin último, sobre la soledad completa que acompaña al mero impulso instintivo y al expolio del respeto a nosotros mismos .

Rogamos a la Virgen que nos proteja. Que nos proteja como madre de una familia que ha sido dintel de entrada en la vida para todos. La familia, aprendizaje del amor, de la fraternidad, del respeto al más débil, del ejemplo de los padres, del auxilio al enfermo y de la ayuda a quien sufre a nuestro lado. La familia reivindicada ahora, en tiempos de crisis y desconcierto, por tantas personas que la consideraron una mera institución de derecho y una simple contingencia superable.

Pronunciamos cada día su nombre porque aquella humilde mujer del Mediterráneo oriental fue elegida por Dios y ella aceptó su elección. La nombramos con el júbilo de evocar un misterio, no con la pesadumbre de reiterar una superstición. Porque algo en nuestra alma intuye la liberación que nos aguarda, desde aquel nacimiento en tiempos de Augusto en un establo de Belén. Porque sabemos que nuestra salvación se había iniciado cuando el ángel también pronunció su nombre. Y, ante su rostro sereno, ante su sonrisa cálida, repetimos sin cesar: «Ruega por nosotros, María, ahora y en la hora de nuestra muerte».