Los verdugos que eligieron morir - Alfa y Omega

Los verdugos que eligieron morir

En el año 64 después de Cristo, Roma era una algarabía desenfrenada. Nerón, cabeza del mayor imperio que han visto los siglos, compaginaba el incesto con el teatro, la guerra con la gula y el circo con la adulación. Cuando pegó fuego a la Urbe y acusó de ello a los cristianos, los mártires empezaron a contarse por millares. A dos de sus líderes, Pedro y Pablo, los encarcelaron antes de ejecutarlos, pero a sus carceleros, Proceso y Martiniano, aquellos reos les iban a cambiar la vida. Tanto como para que, dos mil años después, los sucesores de esos protomártires sigamos recordando su memoria tal día como ayer

José Antonio Méndez
La cárcel mamertina, en Roma, con la columna y la hoquedad del manantial

Faltaban cuatro siglos para que el bárbaro Odoarco depusiera a Rómulo Augusto y pusiera fin al Imperio Romano de Occidente, pero la sociedad de la Roma del año 64 d. C. ya estaba tocada de muerte por el mismo mal que la llevaría a la tumba: el vacío moral. Sus calles eran fastuosos museos de una riqueza y un poderío que brillaban, sí, pero como el sol del ocaso. El aborto, el infanticidio, la renuncia a tener hijos y el abandono hasta la muerte de enfermos y ancianos eran un uso común; la ruptura del vínculo familiar, la infidelidad, la promiscuidad, los lupanares, los banquetes orgiásticos y las relaciones homosexuales eran tan jaleados y practicados como la violencia en los circos, donde la vida era un espectáculo sin valor, y la muerte, frivolizada para no ser temida. La religión pagana era un mero rito sin corazón, ni devoción, ni aplicación para la vida -todos los dioses falsos acaban siendo sólo el humo de sus incensarios-; y los poderosos eran adulados, imitados, envidiados o eliminados según conviniese a la clase económica, que era la que de veras gobernaba la Caput Mundi.

Por eso, cuando en el año 64 Nerón incendió Roma para tener inspiración poética y, de paso, allanar la ciudad para construirse un templo de oro y mármol, los romanos aceptaron la versión oficial y se lanzaron a perseguir a los cristianos como si tuviesen permiso para ser gladiadores por un día. A esos «imbéciles que juntan todo lo que poseen», como los definió Luciano, el descreído, el pueblo les tenía ganas por su austeridad y coherencia, así que, tras el incendio, los apresaron y los fueron asesinando por tandas: a unos los cubrían de pieles de animal y los echaban a los perros para ser despedazados vivos; a otros los echaban a los leones o a los gladiadores, sin que opusieran resistencia; a otros los crucificaban; y a otros, cuando llegaba la noche, los cubrían de resina y les prendían fuego para iluminar el espectáculo de las otras muertes.

A dos de ellos, cabecillas del resto, de nombres Petrós y Paulo, los encerraron en la cárcel mamertina, un agujero infecto y pútrido ubicado junto a la cloaca máxima, al final del Foro. La cárcel, o Tullianum, era una estancia de piedra donde los peores reos esperaban su ejecución. En el suelo, una boca como de alcantarilla comunicaba con un pozo insalubre y oscuro donde los presos eran arrojados y sacados con cuerdas, vivos o muertos. En aquel lugar asfixiante, lleno de sangre coagulada, excrementos y miseria, Pedro y Pablo aguardaban a comparecer en un juicio del que saldrían condenados. Los cristianos libres, ocultos en casas, oraban por ellos, mientras los prisioneros entonaban salmos a Dios, a quien Jesús les había enseñado a llamar Abba.

La antítesis de Roma

Bautismo de Proceso y Martiniano, que ha estado en la cárcel mamertina hasta 2010

De su custodia se ocupaban Martiniano y Proceso, dos soldados violentos e inmisericordes, curtidos en el trato con la peor escoria de Roma…, y que ahora contemplaban cómo aquellos dos hebreos cuidaban del resto de presos, compartían con ellos su comida, secaban sus frentes febriles, escuchaban sus delitos, decían perdonar sus pecados y les hablaban del amor incondicional que les tenía un tal Cristo, que habiendo sido muerto en cruz, estaba resucitado y vivía para siempre. No contaban una fábula de oídas, sino una historia de la que habían sido testigos y por la cual estaban dispuestos a abrazar la muerte para ganar la Vida, la felicidad eterna, incapaces de negar la Verdad que habían conocido.

Su prédica y su ejemplo eran la antítesis de Roma: caridad frente a egolatría; amor a Dios frente a hedonismo; amor al hombre contra relativismo moral. Proceso y Martiniano confrontaron su vida y la de su sociedad con aquel ejemplo, se atrevieron a buscar la verdad y a cambiar el corazón, descendieron por el agujero del Tullianum y pidieron ser como esos hombres, tener su mismo Espíritu, aunque sabían que eso les iba a valer la muerte poco después. Pedro, encadenado a una columna, tocó el suelo y, de un manantial que había a varios pies bajo el suelo y estaba saturado desde hacía siglos, brotó el agua y bautizó a sus carceleros, junto a 47 presos más. Por el ejemplo y la palabra, por la caridad y la esperanza, por la oración y la fe de los cristianos, en la negrura de la cárcel mamertina, a quienes vivían en las tinieblas y en sombras de muerte, una Luz les brilló. De nuevo.