Los hombres blandengues - Alfa y Omega

El otro día la ministra Ione Belarra compartió en Twitter un vídeo integrado por dos elementos contrapuestos: por un lado, una diatriba de El Fary contra el hombre blandengue, contra ese de «la bolsa de la compra y el carrito del bebé»; y, por el otro, una sucesión de imágenes de hombres que hacen precisamente lo que el cantante critica, de hombres que apenas se separan de sus hijos y que cargan con las bolsas del supermercado después de haberse debatido entre la sensual tentación de comprar la marca buena y el deber moral de comprar la blanca. El spot concluye con la constatación de un hecho: «Cada día somos más hombres blandengues construyendo una masculinidad más sana, más fuerte».

Yo pensaba que pocos discreparían del vídeo, que lo más que podría hacer alguien sería proclamar su superfluidad («¿¡por qué gastar el dinero en esto cuando las clases medias se desangran!?»), que todos concebimos la mayor implicación del hombre en las tareas domésticas como uno de los grandes logros de la edad contemporánea, pero ejem, bueno, me equivocaba. Hay personas a las que respeto y admiro que han criticado cáusticamente el cortometraje del hombre blandengue. «Quieren hombres blandengues. Hay que oponerse. ¡Larga vida al Fary!», decía uno de ellos. «Lo del hombre blandengue es lo más peligroso que hay. No seas hombre blandengue. Sé viril. Haz pesas, come carne, ten sexo, ten autocontrol, ábrele la puerta y gírate para mirarla si te tienes que girar», añadía el otro.;

Aunque no me cuente entre los nostálgicos de El Fary y no haga más pesas que las que hago cuando sirvo el vino, aunque sea de esos hombres mórbidos que frecuentan tanto el supermercado como el llanto, entiendo el punto, por supuesto. Es el viejo hábito de responder a una falacia con el error, a una hipérbole con la exageración contraria. Si Ione Belarra reivindica al hombre blandengue, ellos reivindicarán, para diferenciarse, al hombre bárbaro, al hombre feroz que come la carne cruda y se ufana de su rudeza ante sus compadres. Si Irene Montero clama contra los piropos, ellos los idolatrarán, los pronunciarán impúdicos y groseros, cuando sean pertinentes y también cuando no lo sean en absoluto. Inflamarán lo masculino, tomarán la caricatura por retrato. Confundirán la compostura con la insensibilidad, la galantería con la lascivia, la fortaleza con la brutalidad, la autoridad con el desapego. Identificarán masculinidad y barbarie, añorarán al hombre de las cavernas, fantasearán con ese tiempo —inexistente, por cierto— en el que las formas aún no importaban.

Creo que lo que nos ofrecen Belarra y sus detractores es un falso dilema. No tenemos por qué elegir entre el hombre blandengue y el gorilesco. El arquetipo de hombre, eso a lo que los medievales se referían como caballero, reúne características de ambos y las sublima. Es el término medio entre ambos excesos, alguien capaz de cantar la belleza de su mujer en una copla y de desenvainar la espada para defenderla en una guerra, alguien que colma de carantoñas a sus hijos y apenas puede refrenar su rabia cuando presencia una injusticia, alguien que, después de levantar pesas, de engullir un chuletón, de consagrarse a cualquiera de los quehaceres que El Fary consideraría viriles, siente la necesidad de postrarse ante el sagrario y suplicarle a Dios que se apiade de su debilidad. Alguien que aspira a la mansedumbre de san Francisco de Asís y al arrojo de santa Juana de Arco, alguien que reúna en sí la sensibilidad del poeta y el ardor del guerrero.

Por supuesto, habrá quien tienda más a un extremo que al otro, más a la ternura que a la valentía o viceversa. Pero el carácter puede forjarse. Tiene razón cierta izquierda cuando al hecho evidente de que uno nace hombre le añade la idea de que la masculinidad se construye. Nacemos varones, claro, pero nuestro cometido es hacernos hombres, tender hacia un ideal. Desear la ternura que no tenemos y rodearnos de niños para alcanzarla. Desear la valentía y arrostrar peligros en su nombre. Desear la mansedumbre y rendir la otra mejilla a los enemigos que nos zahieren. Desear la justicia y sublevarnos contra los pecados que claman al cielo. Desear la virtud y cultivarla también en la hora de la tempestad.

Hay quienes añoran a El Fary y desearían que Torrente fuese algo más que un personaje de ficción; también quienes fantasean con un hombre distinto, uno que se depile y reniegue de las películas de acción y de la carne roja. Los católicos, por nuestra parte, amantes de paradojas incomprensibles para unos y otros, deberíamos contentarnos con seguir a Cristo, que lloró y sudó sangre justo antes de cargar sobre sus espaldas, como un hombre, todo el pecado del mundo.