Erasmo de Rotterdam recordaba al final de su Elogio de la locura el proverbio griego que reza así: «Los locos a veces dicen la verdad». Partiendo de esta premisa, José Pascual Abellán, autor y director de Locas, nos sumerge en esta obra en las profundidades del ser humano, con esa sinceridad que sólo los locos y los niños se pueden permitir en un mundo de máscaras y simulaciones.
Y lo hace con una propuesta desnuda: un escenario sobrio, en el que sobre el fondo negro sólo destacan un sofá, una mesa, una silla, un muro con una puerta y una bombilla, especie de vacío sobre el que pululan las almas de dos mujeres que van dejando al descubierto los recovecos de su interior (y de paso los de los espectadores que contemplamos el montaje), y que se convierten en el sustento de la obra.
Así, Maribel Jara (Martirio) y Ana Casas (Gregoria) encarnan a la perfección los papeles de dos mujeres en la cuarentena que arrastran sus vidas por el escenario, compartiendo confidencias en la sala de espera de un psiquiatra. Martirio es un ama de casa consciente de que «ni mi marido ni mis hijos me necesitan, ni yo misma ya», y de que su vida ( como la del protagonista de La Tregua, de Benedetti) está guiada por ese destino oscuro que le concedió Dios. Gregoria, ejecutiva de éxito y con una vida personal destrozada, se resiste en un principio a abrir su intimidad a la que considera una loca, y no puede perder el tiempo en nada, salvo en importantes reuniones que poco tienen que ver ya con sus verdaderos deseos y aspiraciones que intenta en vano reprimir.
Ambas actrices logran desde el primer momento conectar con el público (destacando la interpretación de Maribel Jara) creando la complicidad necesaria, entre dosis de humor que pueden llegar a provocar la carcajada y que permiten ir digiriendo al espectador la tragedia de sus vidas, de la vida, que se ofrece como catarsis desde el escenario.
Y es que entre silencios, humoradas, y gritos de dolor, los personajes van destilando los grandes temas que a todos nos conmueven, desgranando sentencias que se clavan en los espectadores con el lenguaje afilado y desinhibido de la locura: La soledad («nos educan desde que somos chicos haciéndonos creer lo idílico de la vida, crecemos entre falsas imágenes de espontánea felicidad… ¿y qué? Al final solos como ratas. Solos… y todos»), la felicidad («mucha gente nos pasamos la vida entera huyendo de un lado para otro… huyendo de la felicidad. Cuando huyes de un problema huyes también de la solución. Y la solución de un problema siempre trae consigo la felicidad. Hay gente que no sabe ser feliz»), el miedo («de lo que tiene miedo es de la vida, …y que eso, eso nos pasa a todo el mundo»), la muerte como resquicio de la libertad («si me mato ahora lo haré tomando yo la iniciativa») y la locura, la locura siempre presente en esa delgada línea que separa lo verdadero de lo real y por la que todos transitamos: («un loco es un ser humano que se estropea, que ya no sirve», «los locos sois ángeles en busca de un refugio en un mundo cruel y despiadado la mayoría de las veces»).
Por estos laberintos va discurriendo la obra hasta llegar al sorprendente final, en el que (acaso a costa de perder algo de hondura y lirismo) se consigue un efecto que subraya la impostura de lo real, la dificultad de reconocernos en nuestros roles y la inefabilidad de la propia identidad. Y se pone de relieve, una vez más, el grado de lucidez que puede poseer la locura y lo peligroso de este mundo cuerdo y cruel, que rechaza con su lógica implacable acaso lo más valioso que esconde el ser humano.
Como proclamara el poeta León Felipe:
«Ya no hay locos, amigos, ya no hay locos. Se murió aquel manchego,
aquel estrafalario fantasma del desierto y … ni en España hay locos.
Todo el mundo está cuerdo, terrible, monstruosamente cuerdo».
★★★★☆
Nave 73
Corredera Baja de San Pablo, 15
Callao, Tribunal
Hasta el 24 de junio