«Lloraba todo el día porque mi hijo estaba lejos, solito y sufría» - Alfa y Omega

«Lloraba todo el día porque mi hijo estaba lejos, solito y sufría»

Los dos años que Martial tardó en llegar de Camerún a España, sus padres estuvieron en vilo. Como ellos, cientos de familias esperan al otro lado del Mediterráneo una llamada con buenas noticias… o las peores

María Martínez López
Tres jóvenes, en la costa de Tánger, contemplan a lo lejos España en junio de 2018
Tres jóvenes, en la costa de Tánger, contemplan a lo lejos España en junio de 2018. Foto: Potier Jean-Louis.

Un día de enero de 2015, a la casa de Tsatia Thomas y Djoufack Elisabeth, en Douala (Camerún) llegó una llamada que les cambió la vida. «Soy Martial. Estoy en Níger». Hacía unos días que no veían al sexto de sus siete hijos, a pesar de que vivía en una habitación anexa a su casa. Pero no les había extrañado. Ya tenía 20 años, y en ocasiones le salía algún trabajillo como soldador o pintor.

—Nos echamos los dos a llorar, y le preguntábamos una y otra vez por qué no nos había dicho nada. Y con quién estaba, si había comido, dónde dormía.

—¿Se enfadaron ustedes?

—Mucho, mucho, mucho, mucho.

Como mejor supo, el joven les explicó que no veía futuro en su país. Que sus cinco hermanos mayores tenían estudios y, a pesar de ello, no encontraban trabajo. Y que le parecía mejor «buscarse la vida fuera». Se marchó con otro amigo, siguiendo el itinerario que les aconsejó un tercero que lo había hecho tres años antes. No se despidió «para no asustarlos», reconoce él en una conversación a tres con Alfa y Omega.

Es bastante frecuente que «los emigrantes no informen de su salida», explica a este semanario Elhadj Mohamed Diallo, presidente de la Organización Guineana para la Lucha contra la Migración Irregular, de Conakry. Los parientes lo descubren «cuando los llaman desde un número extranjero». O, simplemente, «cuando notan su ausencia». Lo sabe por las «decenas» de historias de emigración en su entorno, y por los cientos de migrantes a los que su entidad ayuda a instalarse al regresar a su país. Aunque, matiza, otras veces es la familia quien «presiona» a alguno de sus miembros para emigrar.

En un par de días, a Martial y a su amigo se les había acabado el dinero. Pagaron para cruzar en barca a Nigeria. También un autobús para atravesar el país, y a los traficantes que los llevaron a Benín y, de ahí, a Níger. «Si no me ayudáis, me puedo morir aquí», escucharon sus padres, todavía en shock. Volver no era una opción para él. Tsatia se resignó, y le envió 150 euros.

«Dios, si es su destino, ayúdale»

El periplo de su hijo, y el suyo propio, se prolongó casi dos años. Martial no volvió a pedirles dinero. Pasó casi todo el tiempo entre Argelia y Marruecos, trabajando en lo que surgía para poder continuar el viaje. Les contaba sus andanzas en conversaciones esporádicas, a veces separadas por meses. Por los cambios de país o de número de móvil, «los migrantes son los únicos que pueden llamar». Si «los padres intentan marcar los números desde los que llaman sus hijos», casi nunca habrá respuesta, apunta Diallo. «Estábamos muy asustados cuando no teníamos noticias de él», recuerda Tsatia. «Nos repetíamos que no le había pasado nada y que seguramente llamaría cualquier día».

Mientras tanto, «lo único que podíamos hacer era rezar todos los días: “Dios mío, si de verdad este es su destino, ayúdale para que pueda seguir”». Cuando hablaban, intentaban mostrarle su apoyo. «Ten paciencia, sé fuerte, levántate todas las mañanas y lucha», le insistían. Y, poco a poco, llegó el asumir que «había sido su decisión y teníamos que perdonarle y respetarle».

Un día recibieron una llamada diferente. En su segundo intento de saltar la valla de Ceuta, Martial se había caído y se había roto el codo. Se lo habían escayolado, pero llevaba noches sin dormir por el dolor. A pesar de la ayuda de sus amigos, tenía la moral hundida. Para madre e hijo fue el peor momento. «Yo estaba fatal, llorando todo el día, porque mi hijo estaba lejos de mí, solito y sufriendo», reconoce Elisabeth. «No sabía quién le iba a cuidar el brazo, qué comía». De nuevo, solo rezaba.

El codo se fue curando, pero no del todo. Y los padres de Martial seguían inquietos. Él no les contaba cuáles eran sus planes, ni ellos se atrevían a preguntar. Suponían que volver a saltar la valla no era una opción, con el brazo mal. Solo quedaba el mar. «Estábamos muy asustados, porque veíamos en las noticias toda la gente que muere en el agua». Les aterraba que, de repente, quien llamara fuera algún amigo al que su hijo hubiera encargado comunicarles su muerte. O que, simplemente, no hubiera noticias. Como tantos otros padres, tendrían entonces que empezar ellos a intentar contactar con alguna ONG que les pudiera confirmar qué había ocurrido.

«Cuando los hijos desaparecen, pueden pasar meses sin que los padres consigan información», subraya Diallo desde Guinea Conakry. En ocasiones, la tensión provoca que las familias se rompan. «Y algunas madres caen enfermas». Otro momento terrible es cuando «están en la cárcel» o retenidos en un campo en Libia o Argelia, y las mafias «los obligan a llamar a sus padres» u otros parientes y exigirles un rescate, que tendrán que enviar a través de un servicio de transferencias desde el móvil. «Gastan todos sus ahorros» para sacarlos de esta situación.

Gracias a la diócesis de Cádiz

«¡Mamá, estoy en España! ¡Por fin he cruzado!». Acababan de llevarlo a un centro de internamiento de extranjeros. Pero eso apenas empañó la alegría. De hecho, «hicimos una fiesta», cuenta Tsatia. Era noviembre de 2016. En los cuatro años y medio transcurridos desde entonces, las llamadas han seguido trayendo buenas noticias. Martial encontró un hogar en el centro de atención a inmigrantes de la diócesis de Cádiz y Ceuta. Le operaron del brazo, que ya está bien del todo. Hace un montón de cursos, y ha regularizado su situación. Ahora, trabaja como monitor en lo que fue su primer hogar aquí. «Sabemos que está en buenas manos».

Después de la despedida a la francesa y de un tiempo tan difícil, también la relación entre ellos ha mejorado. Hablan y comparten más, y los padres resaltan, orgullosos, «cómo ha crecido y lo fuerte que está; ahora es un hombre». Pero la distancia sigue doliendo. Ellos no pueden venir, porque su hijo aún no puede invitarlos para que consigan visado. Y a Martial le queda aún hasta poder ahorrar lo suficiente para una visita. Pero Tsatia está convencido: «Sé que en algún momento vendrá».