Las trincheras del mundo: Siria, Nicaragua, Honduras, Yemen…
Son muchos los lugares donde sigue presente el sufrimiento, donde se muere cada día por el hambre, la violencia y la guerra o la falta de humanidad… Lugares donde la Iglesia se hizo presente en 2018 para sanar, proteger y consolar
Una de las imágenes más impactantes del año y, a la vez, más desconocidas para los grandes medios de comunicación tuvo lugar en Nicaragua, donde desde abril el Gobierno de Daniel Ortega reprime a gran parte de sus conciudadanos –los muertos se cuentan por cientos– que se levantaron contra una injusta reforma de la Seguridad Social. El cardenal Brenes, el nuncio Sommertag y el obispo Silvio José Báez, Santísimo en mano y secundados por el pueblo en Masaya, detuvieron una matanza el 21 de junio. Una vez más, la Iglesia nicaragüense se puso al lado de los más débiles, los que más sufren, para defender sus derechos y, a la vez, promover un proceso de diálogo que evitase la violencia. La Iglesia, caminando entre trincheras, a favor de la paz. El propio obispo Báez, que se ha convertido en uno de los rostros de la defensa de los derechos humanos en el país, contaba en este semanario la situación que estaban viviendo: «No siento miedo, y creo que es una gracia del Señor. Pienso poco en mí mismo, me dedico a proteger a la gente, a consolar a quien sufre y a iluminar y a denunciar desde el Evangelio las amenazas y los peligros que puede sufrir el pueblo. […] El Señor no abandona al pueblo, un pueblo crucificado. Así lo dije en Masaya, mi ciudad natal, un pueblo crucificado, pero el Crucificado resucitó y Masaya resucitará».
Otra de las imágenes del año es la de esa caravana de personas que emprendió un viaje desde Honduras con el objetivo de llegar a Estados Unidos para empezar una nueva vida alejada de la pobreza, la violencia, las amenazas de muerte de las maras o la droga. Este fenómeno no hizo sino visibilizar una realidad que nunca ha dejado de existir, tal y como reconoció en este semanario el obispo de San Pedro Sula y presidente de la Conferencia Episcopal, el misionero español Ángel Garachana. Explicaba en estas páginas que cada día salían de su ciudad cerca de 300 personas rumbo al norte y narraba cómo atienden en su diócesis a estas personas y a aquellas que regresan tras ver truncados sus intentos de cruzar a otro país. La Iglesia, de nuevo, se encuentra con los más pobres al inicio de su camino, durante –muchos han encontrado cobijo en México en parroquias– y en el destino, en cuyas fronteras siempre hay una mano tendida.
Tampoco hay que perder de vista que en este 2018 muchos refugiados siguen bloqueados a las puertas de Europa, que muchos de los que viven en Líbano han vuelto a Siria, de donde se acaba de retirar Estados Unidos, a pesar de la incertidumbre, y que el Mediterráneo sigue siendo un gran cementerio. O que la gran guerra olvidada de nuestro mundo es la de Yemen, donde han sido golpeados con especial virulencia los niños, y que en Venezuela sigue el éxodo masivo de población, sobre todo hacia Colombia, escapando del hambre y de la falta de medicamentos…
Escribo estas palabras bajo el impacto del dolor por la pérdida de un muy querido amigo, el sacerdote jesuita Ignacio Boné, psiquiatra, a quien enterramos el pasado lunes con solo 51 años de edad. Quiero dedicarle esta reflexión que me han pedido sobre algo que ha estado en el corazón de todos los miembros de nuestra comunidad católica en 2018, me refiero a la cuestión de los abusos sexuales, de poder y de conciencia cometidos por sacerdotes, y aun obispos, y consagrados. Al final de entenderán por qué se lo quiero dedicar.
Creo que muchos católicos coincidirán conmigo en que al tratar de poner nombre a lo vivido a lo largo del año, especialmente desde agosto, cuando empezaron a resurgir con insistencia las noticias de abusos sexuales cometidos por clérigos, y de lo mal que lo hemos hecho como Iglesia en un buen número de ocasiones, nos surgen palabras como estupor, incredulidad, shock, y un sentimiento de mucho dolor.
No hablo de algo nuevo. Llevábamos muchos años oyendo hablar de ello, pero más como algo que sucedía en otras latitudes, en países anglosajones, y quizás hasta podíamos pensar que es algo que nunca podría suceder aquí, ¡no entre nosotros! Después comenzamos a oír que esto empezaba a conocerse también en países de nuestro entorno cultural y geográfico, como Alemania, Holanda o Chile. Y nos empezamos a preocupar. El 20 de agosto el Papa nos escribió a todos una carta que, en mi opinión, marca un antes y un después en la forma de colocarnos ante esta realidad. Nos recordaba que las heridas nunca prescriben, que las víctimas, los supervivientes, siguen ahí. También que el daño no ha estado solo en las acciones criminales, sino también en que en ocasiones la respuesta a estos crímenes fue el silencio o incluso medidas que aumentaron el dolor y sufrimiento de las víctimas, o de los denunciantes o que posibilitaron que más personas vivieran la tragedia del abuso.
El Papa nos decía también que como comunidad no hemos sabido estar donde debíamos estar, que «hemos descuidado y abandonado a los pequeños», y nos llama a todos, como comunidad, a involucrarnos «en la transformación eclesial y social que tanto necesitamos», nos llama a la conversión.
Ante nosotros se abre un camino de conversión por el que se nos invita a transitar. Un camino que nos lleve a reconocer el daño que se ha causado, pedir juntos perdón, y convertirnos en creadores de entornos seguros para todos, dentro y fuera de la Iglesia.
Se lo debemos a las víctimas, a las que, como decía hace unos días el cardenal Cupich, de Chicago, les debemos haber arrojado, con su coraje, luz purificadora sobre este oscuro capítulo de nuestra historia.
Se lo debemos a tantos hombres y mujeres valientes –muchos sacerdotes– que han tenido el coraje de ser voz de las víctimas denunciando los abusos y pidiendo justicia, en no pocas ocasiones soportando un coste personal importante por ello. E incluyo aquí también a los periodistas, a quien el Papa acaba de agradecer su servicio a las víctimas y con ello a toda la comunidad eclesial. Nos lo debemos como comunidad. Somos depositarios de la Buena Nueva de la salvación; estamos llamados a cuidar, nunca a maltratar.
Y, permítanme, se lo debemos a nuestros sacerdotes y religiosos. Algunos lobos disfrazados de pastor han manchado el nombre de miles de buenos sacerdotes y religiosos, la inmensa mayoría de ellos, hombres y mujeres que, como el padre Ignacio Boné, se han entregado, hasta el final, con una generosidad infinita al cuidado de todos nosotros, al cuidado de las ovejas del Buen Pastor.
El Papa se reunirá con los presidentes de las conferencias episcopales en febrero, pero esto no puede ser algo de lo que se ocupen solo nuestros obispos; la Iglesia nos pide compromiso. ¡Nos lo debemos!
Miguel Campo Ibáñez, SJ
Asesor jurídico de CONFER y miembro de la Comisión sobre abusos de la Conferencia Episcopal Española
Tan solo tres meses antes de su muerte en julio, el cardenal Jean-Louis Tauran, prefecto del Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso, protagonizó en abril un viaje destinado a ser histórico: la primera visita de un representante de alto rango del Vaticano a Arabia Saudí; incluida su entrevista con el rey Salman bin Abdulaziz. Cuna del islam y uno de los países con más peso en el mundo musulmán, la monarquía saudí es también criticada por su implicación en la guerra de Yemen y su escaso respeto a los derechos y libertades fundamentales. Hechos como el asesinato del periodista disidente Jamal Ahmad Khashoggi ponen en entredicho las reformas económicas y sociales en las que el país parecía estar embarcándose. En este marco intentó el difunto cardenal dar pasos para que en el futuro se permita la construcción de templos cristianos.
El cardenal Tauran fue en gran medida el artífice –afirmó el Papa Francisco– del establecimiento de «relaciones de confianza y estima» con el islam desde el pontificado de Benedicto XVI. Este acercamiento ha hecho posible gestos como la también histórica beatificación, el 8 de diciembre en Argelia, de 19 mártires asesinados por islamistas entre 1994 y 1996, durante la guerra civil del país. La Iglesia ha vivido este acontecimiento como una ocasión para construir puentes, que se prolongará en las próximas visitas del Papa Francisco a Abu Dhabi (3-5 de febrero) y a Marruecos (30-31 de marzo).
Otro signo de esperanza, la anulación de la condena a muerte por blasfemia de la cristiana Asia Bibi por parte del Supremo de Pakistán el 31 de octubre, se vio oscurecido por la cesión del Gobierno ante los grupos islamistas que tomaron las calles, y que exigían que la mujer no pudiera abandonar el país mientras su caso es revisado una vez más. Rondan los 1.000 los condenados a muerte por este delito en el país, y aunque ninguno ha sido ejecutado, 75 han sido asesinados por turbas radicales.
El encuentro del 27 de abril, en la frontera que divide Corea desde hace 70 años, del líder norcoreano Kim Jong-un y el presidente del sur, Moon Jae-in, era casi inimaginable durante la escalada prebélica de 2017. No será fácil el deshielo –las negociaciones nucleares con EE. UU. están estancadas–, pero la comunicación entre las dos Coreas sigue abierta, con tímidos pasos adelante.
La erección de una Iglesia ortodoxa ucraniana independiente de Moscú, que se consumará el 6 de enero, ha desencadenado en la Ortodoxia un cisma con el potencial de ser similar al de 1054; implicaciones políticas incluidas. Queda el interrogante de qué ocurrirá con las comunidades leales al patriarca ruso y de cómo acogerán el resto de Iglesias la decisión.