El historiador Andrea Riccardi, fundador de la Comunidad de Sant’Egidio, tiene un estilo peculiar que le distingue de otros historiadores. Sus libros no son mera crónica ni sesuda reflexión. Son mensaje, aunque al mismo tiempo sean oportunidad para la meditación o la plegaria. Otro historiador de la Iglesia podría tener la tentación de caer en la añoranza de épocas supuestamente gloriosas para la fe católica, cuando la sociedad y el Estado decían identificarse con el cristianismo. Sin embargo, Riccardi no es un nostálgico ni del cristianismo oficial ni del tiempo de las catedrales. Si así fuera, su enfoque de la fe conllevaría un programa de restauración, lo que inevitablemente lleva a reducir el cristianismo a una ideología, constructora del reino de este mundo.
Por el contrario, Riccardi, en su reciente libro Periferie. Crisi e novità per la Chiesa (Periferias. Crisis y novedad para la Iglesia), aboga por un cristianismo extramuros, llamado a salir de sí mismo y a marchar a las periferias tanto geográficas como existenciales. La tesis de esta obra es que no estamos ante un mensaje novedoso o insólito; es algo tan viejo y tan nuevo como el Evangelio.
Bien lo sabe un historiador que salpica su libro de los luminosos ejemplos de san Gregorio Magno, san Benito, san Francisco de Asís o el beato Carlos de Foucauld. Después de todo, el mensaje cristiano salió de una región periférica del imperio romano, Galilea, y llegó a conquistar la propia Roma, no con la espada, sino con la fuerza de la bondad y el amor de Cristo. Para Riccardi, salir a las periferias es fruto de la fascinación ejercida por la misericordia y el Evangelio, es labor de acompañamiento, de cercanía hacia los que sufren. De su lectura sacamos la conclusión de la necesidad de buenos samaritanos que no se queden en el mero sentimentalismo o compasión, sino que quieran llevar a todos la presencia de Cristo.
Este cristianismo periférico, preconizado por Riccardi, no cree en las guerras culturales ni en la labor de minorías combativas en busca de hegemonías perdidas, y menos aún en las comunidades encerradas en sí mismas para no contaminarse con el ambiente. No es el estilo de la Comunidad de Sant’Egidio, nacida en 1968 en el barrio romano del Trastevere, una iniciativa que, tras el Vaticano II, intuyó los cambios de un mundo cada vez más urbanizado, en el que, paradójicamente, las masas son sustituidas por las soledades individuales. De ahí que el mensaje para los cristianos del siglo XXI, llamados a ir a las periferias, sea el mismo del capítulo 28 de san Mateo: «Id a Galilea, allí le veréis».