La voz pública de la Iglesia - Alfa y Omega

La Iglesia en España ha ido perdiendo espacio público y presencia en la configuración de la opinión pública. La conciencia de que eso esté sucediendo tarda en llegar; por eso, cuando llega, los procesos suelen estar ya muy avanzados y aún son más difíciles de afrontar. Cuando se pierde terreno, aunque siga habiendo mucha gente que desea escuchar las voces católicas autorizadas, estas no tienen fácil comparecer o, si lo hacen, tienen muchas probabilidades de no encontrar el modo adecuado. Nuestros pastores dicen cosas valiosas sobre la mayor parte de los temas importantes, pero muy poca gente llega a conocerlas. Aunque bien sé que no es así, parece que estén al margen de los debates sobre educación, eutanasia, violencia, pobreza, migración, etc., como recluidos en sus aposentos sin hacer ruido para evitar linchamientos. Los que sí saben cómo hacer ruido son precisamente los que quieren reducirlos al silencio público.

Francamente creo que tanto obispos como teólogos y teólogas lo podemos hacer mejor, y tenemos obligación de ponernos a ello, pero las condiciones estructurales y ambientales son poco propicias y algunos planes urdidos estratégicamente pugnan por erosionar poco a poco la autoridad moral de la Iglesia y dañar irreversiblemente su reputación.

Vivimos tiempos recios para muchas cosas, también para la presencia pública de la fe, tanto por los procesos laicistas como por las distorsiones fundamentalistas o sectarias de la religión. Hay que replantear la teología pública. Por teología aquí no me refiero a elevadas disquisiciones ni a un lenguaje invasivo respecto a los no católicos, sino a compartir con humildad y verdad la propia visión que brota de una fe viva, sin evadir responsabilidades sociales. Hablo del esfuerzo por presentar en la vida pública los propios relatos, símbolos y narraciones en los cuales la praxis y la reflexión de personas, comunidades e instituciones cristianas cristaliza la experiencia humana interpretada a la luz del Evangelio. Y pienso, sobre todo, en el discurso teológico que en público hacen los pastores sobre materias de relevancia para el conjunto de la sociedad, y los teólogos y teólogas, cuando nos pronunciamos sobre cuestiones de interés general. El pastor no puede dejar de hacer oír su voz hacia dentro y hacia fuera de la comunidad eclesial, y el verdadero teólogo tiene vocación pública, porque ahondar en la comprensión de la fe posee siempre un sentido pastoral.

El neutralismo de la cultura pública ve normal poner en tela de juicio el derecho de participar en el debate público de los católicos sobre cuestiones de moral social o personal, aduciendo que la moral católica exige para su comprensión y aceptación un acto de fe no compartible por los no católicos. La fe es definida como sentido no racional que determina creencias, valores y conducta del creyente. Cada cual es libre para adherirse o no a una confesión religiosa, pero lo importante es que esa adhesión no tenga repercusión en los espacios públicos, en los debates y comportamientos sociales, políticos, económicos y culturales, salvo cuando interesa a los poderes civiles de turno.

La contradicción está en que se apoya una asepsia axiológica que excluye las voces religiosas, pero, al mismo tiempo, la esfera pública se presenta abierta a todo lo que a ella se quiera llevar, amalgamando ofertas que a menudo producen confusión. Efectivamente, el ambiente digital redefine el concepto de esfera pública como constelación de espacios que permiten la circulación de información, ideas, debates… y la revisión continua de la voluntad política. La resultante es la mezcolanza de todas las expresiones, todos los espacios y todos los tiempos en el mismo hipertexto, que constantemente se reordena según los intereses de los emisores y el estado anímico de los receptores. Ese ambiente digital contiene elementos a partir de los cuales se originan y trasmutan opiniones, convicciones y conductas, también religiosas, y ciertamente no favorece el dominio de la racionalidad. Además, provoca el desplazamiento de la atención de las instituciones al individuo singular, que anhela experiencias de libertad en los distintos ámbitos de su vida. Así se entiende que resuenen más las opiniones de cualquier influencer que las ideas de un meditado discurso del presidente de la Conferencia Episcopal, aunque se les dé la forma de tuits.

Las redes abren enormes posibilidades de participación social, también a las manifestaciones religiosas, como se ha visto durante los confinamientos pandémicos, pero favorecen un estilo emocional en la interacción y dificultan la discriminación del valor y de las fuentes de lo comunicado. Como ha advertido la Comisión Teológica Internacional en su documento La libertad religiosa para el bien de todos (2019): «En este nuevo marco, las formas expresivas de la religión están entre las más expuestas al emocionalismo descontrolado y a los malentendidos teledirigidos […] La comunidad cristiana debe prestar especial atención a la necesidad de no dejarse encerrar mediáticamente en la imagen de una corporación partidista, como si fuera un lobby de presión o una ideología de poder en competencia con el gobierno legítimo del Estado de derecho y de la sociedad civil» (n. 55). La primera parte nos afecta de lleno; la segunda, aunque contenga una advertencia útil, no parece el mayor riesgo entre nosotros.

Urge encontrar modos para participar activamente en la vida social sobre las cuestiones que conciernen a los valores morales, la dignidad humana y el bien común. Por amor a la libertad y por el bien de la sociedad, los cristianos queremos hacer oír nuestra voz en el debate público. Ahí aparece la pertinencia de la teología pública dentro de la llamada al diálogo del Concilio Vaticano II que el Papa Francisco actualiza hoy como «cultura del encuentro», gran leitmotiv del cardenal Osoro. A mayor confusión general —hoy, enorme—, mayor necesidad de iluminar la experiencia con la luz de Jesucristo.