La vida es ofrenda a Dios - Alfa y Omega

La vida es ofrenda a Dios

Jueves de la 4ª semana del tiempo ordinario / Lucas 2, 22-40

Carlos Pérez Laporta
Presentación de Jesús en el templo. Giovanni Bellini. Fondazione Querini Stampalia, Venecia, Italia. Foto: Sailko.

Evangelio: Lucas 2, 22-40

Cuando se cumplieron los días de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo varón primogénito varón será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones».

Había entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo estaba con él. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo. Y cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo acostumbrado según la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:

«Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel».

Su padre y su madre estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo y dijo a María, su madre: «Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten; y será como un signo de contradicción —y a ti misma una espada te traspasará el alma—, para que se pongan de manifiesto los pensamientos de muchos corazones».

Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, ya muy avanzada en años. De joven había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y cuatro; no se apartaba del templo, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones noche y día. Presentándose en aquel momento, alababa también a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén. Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño, por su parte, iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con él.

Comentario

La fiesta judía rememoraba el rescate de Egipto, que había costado la vida de los primogénitos egipcios. Los primogénitos de los judíos fueron rescatados con el cordero, y así debía mantenerse siempre para sostener la libertad de Israel en su relación con Dios. La vida cotidiana del pueblo de Israel adquiría sentido cuando se inscribía en el plan de Dios, cuando imitaba sus antiguas proezas frente a los egipcios.

Pero al llegar Cristo el centro de gravedad de la historia deja de estar en el pasado. Ya no se imita lo pretérito, porque incluso aquello que fundó la ley fue hecho en vistas a Cristo.

Por eso, 40 días después de la Navidad, Jesús es presentado en el templo: «Cuando se cumplieron los días de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén para presentarlo». Jesús es el sentido de ese rito, porque fue el sentido del hecho pasado: Él es llevado como un cordero al matadero, como rescate por muchos: «Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se levanten», como dice Simeón. Se nos dice que «un par de tórtolas o dos pichones» fueron llevadas para la oblación; pero no se nos cuenta la ofrenda de las aves, sino el reconocimiento de Simeón y Ana como Mesías. Jesús no fue rescatado, fue presentado para el sacrificio que atravesaría el corazón puro de María.

Nosotros vivimos ahora en función de ese sacrificio, que no es pasado sino eterno. Solo cuando ofrecemos con Cristo nuestras primicias adquiere sentido nuestro día. La libertad se garantiza cuando a Dios se le ofrece lo primero, cuando Dios obtiene la primacía. Solo somos libres cuando le damos a Dios con Cristo el primer puesto en el corazón, cuando le ofrecemos los primeros impulsos del día; de lo contrario nos esclaviza el trabajo diario. La vida solo adquiere sentido como ofrenda libre a Dios para la vida eterna, como respuesta amorosa por la entrega de Cristo. La carga de los días, el trabajo cotidiano, solo puede hacerse por esclavitud o por amor a Dios.