Mis padres, expatriados del pueblo a la ciudad, como tantos jóvenes de los años 70 que encontraron el sustento en la gran urbe, llegaron solos a Madrid con una maleta y muchas incertidumbres. Asentados en el barrio de Aluche, las redes que tejieron entonces fueron sus vecinos. Quienes tenían más cerca. Amigos del alma que conservan, aun mudados hace 30 años. Nací en un edificio humilde en el que se abrían las puertas de la casa en verano y las mujeres se sentaban, cada día en un descansillo, a compartir café, pastas y anhelos. Crecí en torno a un patio en el que mi vecina de enfrente fue mi segunda madre —«cariño, recordaré siempre que en casa te obligaba a comer verduras, porque a tu madre tampoco le gustan», gracias, mamá Viti—. Viví, hija sola, cada tarde en casa de un niño o niña distintos con el que ver los dibujos, merendar galletas con cacao y hacer los deberes. Cuando me emancipé, al centro de Madrid, no lograba entender la soledad tras cada hogar. No supe en cuatro años ni el nombre de mi vecino de enfrente, un chaval de mi edad, taciturno. Cuando me mudé a mi casa definitiva, decidí que ese don que es la comunidad no podía perderse. El domingo, sin ir más lejos, ocho cenaron en casa.