La sociedad epidérmica - Alfa y Omega

En el salón hay tres niños, cada uno entretenido con una tableta. Con la excusa de la pandemia, a los padres se nos ha obligado a tenerlas como instrumento pedagógico y ahora, gracias a lo que apodan modelo híbrido, la tableta ha traído a casa, junto con la plataforma virtual y las clases online, cantidad de videojuegos y youtubers. Mis hijos son desde entonces rehenes de la exterioridad. Aprenden a ser buenos ciudadanos de la sociedad epidérmica, en la que algo nos distrae a cada instante, haciéndonos vivir volcados hacia fuera, extrovertidamente.

La sociedad epidérmica rechaza cualquier atisbo de hondura. Vive sin mirar abajo, deslizándose sobre la superficie. La hondura requiere una mirada que se demora, la superficie el vistazo. Echamos un vistazo a la programación televisiva o a las noticias en Twitter. No elegimos así a nuestra pareja, sin embargo, sí deseamos duración. El compromiso exige parsimonia. El hombre epidérmico cambia de pareja con la misma facilidad con la que el dedo se desliza para abrir otra ventana. El hombre interior, por el contrario, no echa la culpa a lo de fuera, busca dentro de sí el germen de sus problemas. Es un minero y no un surfista: el surfista disfruta la adrenalina, el minero la búsqueda del brillo en lo que está oscuro. La sociedad epidérmica predica la ola que mide varios metros, lo que se ve de inmediato y no puede sumergirse, como el cofre del tesoro. En la tableta mis hijos son asaltados por una cantidad paralizante de estímulos que los abducen e impiden el conocimiento.

Urge recobrar hábitos introvertidos con los que plantar cara a la dictadura de la tecnología. Frente a la multitarea propongo el monje encorvado miniando un códice. Leer un haiku, sentarse a meditar en un banco de madera, no evitar la conversación o poner en modo avión el teléfono son actividades que oxigenan nuestro cerebro aturdido y devuelven su espesor al tiempo. Al principio hay que obligarse: el espíritu, igual que el organismo, demanda sus cuidados. La ubicuidad digital puede contrarrestarse con ingredientes monásticos hasta formar islas de atención que minen la sociedad distraída. Lo que nos salvará será un niño ensimismado y no la competencia digital, que está muy bien, pero que, como los padres sabemos, aborta la interioridad y nos atonta.