Hoy ha venido a verme Wail, que junto a los miembros de su asociación (todos ellos musulmanes) quieren ir a limpiar y desherbar el cementerio cristiano del barrio. Les sabe mal que esté tan descuidado y son conocedores de que los escasos cristianos que aquí estamos poco podemos hacer solos. Se comprometen a contactar con las autoridades, pedir permisos y traer lo que sea necesario (palas, rastrillos, bolsas de plástico, guantes, agua…). Este cementerio tiene un patio para los militares franceses y otro judío con el mausoleo de ¡dos rabinos españoles! Esto no supone un problema para Wail ni sus amigos, aunque algunos musulmanes consideren que ocuparse de las tumbas de cristianos es pecado.
Aquí, una actividad poco conocida de la Iglesia es la de enterrar a los difuntos: emigrantes clandestinos, personas consideradas cristianas y fallecidas en soledad, accidentes de trotamundos o de trabajadores extranjeros, miembros de nuestras comunidades, víctimas de las pateras, presos, etcétera.
Como casi todo el mundo sabe, hay 14 obras de misericordia: siete corporales y siete espirituales. Las obras de misericordia corporales están sacadas de la parábola de Jesús sobre el Juicio Final (Mt 25, 31-46). Sin embargo, la séptima, enterrar a los difuntos, hace referencia al libro bíblico de Tobías, en el que el protagonista, por dar digna sepultura a sus compatriotas fallecidos en la pobreza, sufre injustamente la hostilidad de las autoridades y la burla de sus vecinos.
Contrariamente a la historia de Tobías, no nos encargamos de enterrar a nuestros compatriotas ni a nuestros correligionarios únicamente. Lo que hacemos se lo debemos a la fraternidad que une a todos los cristianos, sin distinción de raza, nacionalidad, confesión cristiana o situación administrativa: «Ese hijo de Dios era mi hermano». Obtener permisos para inhumar, transportar el cadáver, localizar al personal encargado de cavar la tumba, pagar la funeraria (ataúd incluido, cosa poco frecuente entre musulmanes) y, más tarde, materializar la tumba con un poco de cemento y algunos ladrillos… no solo ocupa tiempo y energías, también supone unos gastos que la comunidad cristiana local asume con dignidad y sentido de familia.
En el Evangelio de Juan (19, 38-42) se nos cuenta cómo José de Arimatea no quiso dejar el cuerpo de Jesús sin sepultura, y pidió a Pilatos permiso para bajarlo de la cruz y enterrarlo en un sepulcro cercano. Compartir la fe en la resurrección hace que cristianos y musulmanes podamos ejercer la misericordia con los vivos y con los difuntos. Y hoy, en Argel, José de Arimatea se llama Wail.