La satisfacción permanente - Alfa y Omega

Hace unos días Salvador Sostres escribió un bello artículo para su hija. Suelen ser los mejores. No es que su hija los lea. Son esos artículos que escribe cuando piensa en alto aquello que ha meditado decirle y que luego le dice. Salvador pasa gran parte de su tiempo pensando qué tiene que explicarle a su hija y por qué. Diría que es su mayor ocupación, tanto que acaba invadiendo el resto de artículos no específicamente referidos a ella. Este se titulaba La insatisfacción permanente.

El artículo es hermoso por dos motivos. Primero, porque con él está hablando a su hija de su propia sed. Los padres suelen proyectar su autoridad en una imagen de sí mismos acabada, sin fisuras. Quieren ser bandera. Meta. Lugar de llegada. Quieren reunir en sí todas las aspiraciones de sus hijos. Por eso, cuando los hijos descubren las contradicciones de sus padres sus relaciones caen en picado. Son ídolos con pies de barro. Pero Salvador no duda en mostrar que todo él es de barro, que está inacabado, que también él está por hacer. Porque siempre quiere más. Es pura sed de una vida que nunca ha llegado a alcanzar del todo. Y no será porque no se haya esforzado. Siempre busca la gran belleza. Por eso, todo se le queda corto y hasta le aburre. Explicándole todas estas cosas no se pone al otro lado de la vida, en una superioridad moral que encierre a su hija en el formalismo de sus ideas. No; se pone a su lado, con ella, a buscar hambriento la vida.

En segundo lugar, también es un gran artículo porque describe en términos positivos las inevitables insatisfacciones de la vida. En ellas sitúa el origen de todo crecimiento: «La solución no existe y que no exista es lo que nos salva la vida. De este aburrimiento, de esta insatisfacción, de esta impertinencia es de donde nace el impulso que nos lleva a alargar el salto para salvar el abismo. Este spleen, esta melancolía sin causa aparentemente definida, es lo que tira de nosotros hacía el arte, la creación empresarial o la escritura».

Nuestra época es mediocre porque, por miedo, huye del aburrimiento y la insatisfacción. Los mira con pavor. Lo hace porque ponen en jaque nuestra vida: si ni el trabajo ni el estudio, ni los amigos, ni el dinero, ni la pareja o los hijos llegan a llenarnos, ¿será porque nos hemos equivocado en todo? ¿Estamos acaso mal hechos? ¿No deberíamos conformarnos? Por eso, nuestro mundo busca la narcotización: horas ante la pantalla cuando llegamos a casa, junto a nuestros familiares, no hacen sino adormecer cualquier atisbo de insatisfacción. Con ello no estamos menos aburridos, pero al menos el tedio no llama nuestra atención.

Con ello matamos nuestra vida, porque con la sed de más muere toda trascendencia. Tiene razón Salvador, sin esa insatisfacción muere la cultura, muere toda creatividad y toda necesidad de superar la propia geografía individual. No hay nada más allá de nosotros mismos. Naturalmente, sin esa sed nadie espera a Dios: nada atenta más contra la religiosidad que la falta de deseo. Pero no solo Dios: también, poco a poco, detrás de la pantalla del móvil van desapareciendo nuestros amigos y familiares. Ese narcótico nos encierra en nosotros mismos, no porque no tratemos con nadie más, sino porque nada tiene ya que ver con nuestra sed más profunda. El deseo no es otra cosa que el hambre que tiene la vida de tener más vida. Sin insatisfacción, por tanto, no hay vida.

Pero llegados a este punto quisiera matizar algo de ese artículo. No creo que la insatisfacción sea «el abismo», «la sensación de que estamos solos, de que nada nos agrada y ese agotamiento de ser uno mismo». No es la pura insatisfacción la que nos lanza a la búsqueda. No es el vacío el que nos abre el apetito. Es precisamente la satisfacción permanente la que se escala a sí misma. Es la imagen de Beatriz la que creó la Divina Comedia. Es aquel restaurante que nos llevó a otros tantos. Son esos amigos. Son esas montañas. Es ese mar.

La nada no genera nada. El vacío provoca náusea. Por eso nuestra época produce cada vez menos arte. Si acaso la ausencia que ha generado una presencia puede causar nostalgia. O la carencia de un placer agotado nos hace añorar otro superior. Pero es necesario que algo nos haya alcanzado antes, generando una expectativa. Nacemos dentro embarcados en el anhelo, porque nacemos dentro de la vida. Es la vida la que nos ha alcanzado. Nuestro deseo es la huella de la vida recibida, que nos hace buscarla hasta pordiosearla. Todo nos genera insatisfacción, pero precisamente por la satisfacción que nos ha provocado antes. Cada cosa nos remite a otra. El mundo entero, con toda su belleza y con todos sus goces, son un sacramento de algo más, que se queda siempre corto para invitarnos a ir más allá. Todas las cosas finitas tienen un no sé qué de infinito.