¿Para qué sirve un hombre? - Alfa y Omega

«Ya no quedan hombres». Esta queja es recurrente entre las mujeres solteras. Cada día les parece más difícil encontrar compañeros a la altura de sus expectativas vitales. Acusan la falta de compromiso, de iniciativa, de carácter y de madurez. Los hombres no se han extinguido, se han licuado. Tras años de esfuerzos políticos, al llegar al escenario social la mujer lo ha encontrado vacío; el hombre no quiere comparecer. ¿Qué ha sucedido?

El mes de marzo quizá sea una metáfora: en el plano político el día de la mujer parece haberse comido el día del padre. Algo así hipotetiza Richard V. Reeves en su libro Hombres. Por qué el hombre moderno lo está pasando mal, por qué es un problema a tener en cuenta y qué hacer al respecto (Deusto, 2023): para él, la evaporación de la masculinidad está directamente vinculada con el desdibujamiento de la paternidad. La familia tradicional, en la que la madre no constituía una fuente económica, identificaba la paternidad con la figura del proveedor. Todos dependían económicamente del padre y esa dependencia constituía la fuente de su identidad, de su carácter y de su misión. Así, los rasgos de su masculinidad estaban asociados a las necesidades de la “paternidad”. Su compromiso, su determinación y su constancia daban seguridad y futuro a los que dependían de él. La masculinidad constituía el contenido del carácter paternal.

Pero la emancipación de la mujer relativizó esa dependencia económica. El hombre ya no es el único proveedor. Su responsabilidad se ha aligerado, por lo que su destino se ha difuminado. Es esa falta de exigencia la que vuelve delicuescente su carácter. Sin padres no hacen falta los hombres. «Una mujer sin un hombre es como un pez sin bicicleta», reza la famosa frase de Gloria Steinem. Los hombres no encuentran motivación y sentido, y por eso rebajan sus expectativas vitales y morales. Por ello, el conservadurismo americano más tradicionalista promueve el retroceso de la mujer trabajadora. Reeves considera el retorno absurdo e imposible y propone la promoción de la «paternidad directa». Los padres son necesarios y no solo como fuente de ingresos: los niños necesitan tanto de la madre como del padre para su desarrollo personal. La misión del padre que se dedica a sus hijos, que no solo está ahí presente, sino que está ahí para ellos y los acompaña en su crecimiento es fundamental.

Sin embargo, esta propuesta topa con una segunda crisis de la paternidad, que no es económica sino moral. El relativismo y la falta de trascendencia tienden a socavar también la utilidad de la paternidad: sin metas ni caminos correctos, las decisiones del hijo son completamente independientes del padre. La indiferencia moral vacía de contenido la paternidad. Sin un ideal, el padre no tiene nada que transmitir. Él mismo puede vivir como le apetezca y su vida no aporta nada a la vida de sus hijos. No tiene nada que enseñar y nada que mostrar. No tiene que ser responsable porque no tiene ante quién responder. Entonces, los hombres pueden permanecer en la eterna adolescencia. Así, el carácter masculino se vuelve insustancial. El hombre es hombre para ser padre. La masculinidad es un servicio y el machito es la caricatura de una hombría sin finalidad y sentido. La masculinidad comprendida como algo patológico es una invención, pero tiene su razón de ser en una hombría vivida sin referencias y responsabilidades. Sin la dependencia moral y económica del padre, ¿para qué sirve un hombre?

Quizá aquí de nuevo se tenga la tentación de volver la vista atrás y proponer una política de la nostalgia. Pero la historia no es reversible y la vida social no puede cambiarse sencillamente hacia atrás. ¿Cómo comprender el camino hacia delante en esta situación exacta?

Hace ya unos años, el psiquiatra M. Recalcati quiso recoger los restos de la paternidad en su libro ¿Qué queda del padre? (Linkgua, 2015). Es posible que desde un punto de vista cultural no queden ya propuestas y que las mismas vidas de los padres no sean un ejemplo de moralidad y coherencia. Ha desaparecido la ley pero sigue existiendo, dice él, la ley del deseo. En el maremágnum de opciones vitales y morales de la vida, queda aún un principio discriminador: el corazón humano sigue resintiéndose ante lo que le hace mal y ensanchándose ante lo que le ayuda a crecer. Ser padre consiste en tomar en serio el deseo del hijo y eso solo es posible cuando el padre es lo suficientemente hombre como para tomar en serio el propio deseo: solo si el hombre se obliga a salir del jugueteo adolescente para dar potestad legisladora a su corazón, sabrá mostrar a sus hijos el camino que conduce de la oscuridad a la luz. El corazón de un padre, con todas sus heridas, está llamado a ser el mapa del deseo de los hijos. En ese sentido, la hombría consiste en la determinación y el compromiso con el propio corazón.