La puerta de la santidad - Alfa y Omega

La puerta de la santidad

Domingo de la 7ª semana del tiempo ordinario / Mateo 5, 38-48

Juan Antonio Ruiz Rodrigo
Cristo predicando. Anónimo italiano del siglo XVII. The Metropolitan Museum of Art de Nueva York (Estados Unidos).

Evangelio: Mateo 5, 38-48

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Habéis oído que se dijo: “Ojo por ojo, diente por diente”. Pero yo os digo: no hagáis frente al que os agravia. Al contrario, si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también el manto; a quien te requiera para caminar una milla, acompáñale dos; a quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo rehúyas. Habéis oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo”. Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos, y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos. Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos? Y, si saludáis solo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los gentiles? Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto».

Comentario

El Evangelio de este domingo presenta dos exigencias novedosas de la ley que Jesús sigue proclamando. Más de una vez, a lo largo de su vida, cuando habla de estos asuntos tan profundos, Jesús va a terminar con una frase curiosa: «El que tenga oídos para oír que oiga». Habla a los que pueden oír, a los que sintonizan con lo que dice, a los que tienen el oído abierto, a aquellos en cuyo corazón está el Espíritu Santo. De lo contrario el Evangelio es ininteligible, inasumible, imposible.

Estas son las dos novedades que presenta la página evangélica de este domingo:

• La superación del «ojo por ojo y diente por diente». Esta ley, que nos puede sonar muy dura, es de estricta justicia. Se trata de que cada uno sufra lo que hace sufrir a otros, de que cada cual pague estrictamente su culpa. Hay que equilibrar la justicia. No se puede permitir que el crimen, el perjuicio, el dolo y la maldad queden impunes. Hay que restablecer el orden cósmico, el equilibrio de la naturaleza y de la historia. Justicia estricta: que el que la haga la pague, y que la pague en la medida que la hizo. Sin embargo, Jesús afirmará: «Se dijo a los antiguos […], pero yo os digo». Cita el pasado, la conservación, pero su mirada se dirige hacia el futuro, hacia adelante. Es el verdadero progresismo. Solo en la Palabra de Jesús está el verdadero progreso, el auténtico futuro.

• El amor al enemigo. No es simplemente un nuevo perdón que lanzamos a personas con quien nos queda un rencor. Perdón al enemigo, al que me destruye, al que ha dañado lo más querido por mí. Entonces nos damos cuenta de lo que esto supone. La perfección del cristiano es la construcción de un templo. No es de una casa, no es de una vivienda, sino de un gran templo. Es preparar la venida del Espíritu Santo. ¿Cómo puede coexistir el este con el odio al enemigo? ¿Cómo puede convivir el Espíritu Santo con personas que hacen de la justicia estricta («ojo por ojo y diente por diente») la ley de su vida? ¡Imposible! Por eso el Señor habla al fondo de nuestro corazón para liberar esa presencia del Espíritu Santo, para hacerla eficaz. De tal manera que, a partir de ahora, la «zarza ardiente» en la que se revela Dios es justamente el cristiano que recibe la Palabra del Señor y que deja que el Espíritu Santo le inspire el amor. Cuando alguien se convierte al amor, a este amor que predica Jesús, esa persona se transforma en luz, en «zarza ardiente», en revelación del nombre de Dios. Ahora se llamará amor, se llamará perdón, porque «Dios es amor» (1 Jn 4, 8).

El Evangelio de este domingo termina como empezaba la primera lectura tomada de Levítico 19: «Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto». Es como si el evangelista sintiera pudor y miedo por decir «sed santos», porque santo solo es Dios. Por eso utiliza la palabra «perfecto». Pero ya no dirá «como Dios», sino «como vuestro Padre celestial». ¿Es acaso excesiva esta ley para personas llamadas a ser templos de Dios, hijos del Padre, hermanos de Jesús?

Jesús no es el que rompe la ley y se la salta por egoísmo, sino el que abre en la ley una puerta para que puedan entrar la santidad, el amor, la donación, el sacrificio, la entrega… Entonces hasta la ley humana avanza y se reforma.

Solo Dios es santo. Solo Dios es la perfección absoluta y trascendente. Solo Dios es la coherencia total. Pero Dios nos ofrece esa santidad. Sin embargo, ¿cuál es la medida del ser humano? ¿A quién se tiene que parecer? ¿Cuál es su modelo? Somos hijos de Dios. Si se nos dona la posibilidad de la santidad, no seríamos agradecidos si no aceptáramos e intentáramos desarrollar esa gracia que Dios nos otorga.

Los santos son los grandes motores de la historia. Porque la santidad es el deseo de querernos parecer a Dios, aunque eso nos cueste la vida, aunque sea difícil acompañar a Jesús en la cruz, aunque tengamos que vivir en la entrega y el sacrificio.