«Los primeros cristianos, en Jerusalén, eran pocos. Nadie habría podido imaginarse lo que ocurrió después»: estas palabras de Benedicto XVI, el pasado domingo, en su homilía de la Misa inaugural de la Asamblea especial del Sínodo de los Obispos para Oriente Medio, a todos nos llenan de esperanza. Al hilo de las lecturas bíblicas, que hablan de «dos enfermos de lepra, dos no hebreos, que se curan porque creen en la palabra del enviado de Dios», que «se curan en el cuerpo, pero se abren a la fe y éste los cura en el alma, es decir, los salva», el Papa recuerda que «la salvación es universal, pero pasa a través de una mediación determinada: la del pueblo de Israel, que se convierte luego en la de Jesucristo y la Iglesia. La puerta de la vida está abierta para todos pero, justamente, es una puerta, es decir, un pasaje definido y necesario». El Señor ha querido realizar la salvación de este modo plenamente humano, «por los hombres y en los hombres, a partir de las coordenadas de espacio y tiempo en las que ellos viven y que Él mismo ha dado: de dichas coordenadas forma parte, con su especificidad, lo que llamamos Oriente Medio». Es la puerta que Dios mantiene abierta, siguiendo ese mismo método humano, a través de este Sínodo tan especial, que de modo bien significativo ha sido convocado bajo el lema La Iglesia católica en Oriente Medio: comunión y testimonio: he ahí la clave que abre la puerta.
La Iglesia cumple esta misión suya de abrir la salvación de Dios a todos los hombres, «sencillamente —dijo Benedicto XVI en la citada homilía— siendo ella misma, es decir, comunión y testimonio», según se describe ya en el mismo Libro de los Hechos a la primera comunidad cristiana: «No tenía sino un solo corazón y una sola alma». Por eso, el Santo Padre señala de este modo el camino del Sínodo, y todo camino en la Iglesia: «Sin comunión no puede haber testimonio: el gran testimonio es precisamente la vida de comunión», una absoluta novedad en medio de un mundo marcado por la división, el odio y la violencia. Es el fruto de la presencia del amor de Dios manifestado en Cristo que salva al mundo, al que ya se refería con toda claridad el Papa en su Viaje al país de Jesús, en mayo de 2009. Decía así en el Cenáculo, dirigiéndose precisamente a los obispos que hoy participan en el Sínodo: «La presencia cristiana en Tierra Santa y en las regiones vecinas será viva en la medida en que el don del amor se acepta y crece en la Iglesia. Esta presencia es de suma importancia para el bien de toda la sociedad. Las palabras claras de Jesús sobre la íntima unión entre el amor a Dios y el amor al prójimo, sobre la misericordia y la compasión, sobre la mansedumbre, la paz y el perdón son una levadura capaz de transformar los corazones y plasmar las acciones». El camino del Sínodo, cuyo Instrumento de trabajo entregaría un año después, en su Viaje a Chipre, de junio de este mismo año, quedaba ya marcado en Jerusalén.
El camino, la puerta abierta a todos los hombres, lo concretaría más aún el Papa, al día siguiente, a los cristianos en Belén: «Cristo trajo un Reino que no es de este mundo, pero que es capaz de cambiar este mundo, pues tiene el poder de cambiar los corazones, de iluminar las mentes y de fortalecer las voluntades». Y añadió: «Sed un puente de diálogo y colaboración constructiva en la edificación de una cultura de paz que supere la actual situación estancada de miedo, agresión y frustración. Ante todo, sed testigos del poder de la vida, la vida nueva que nos ha dado Cristo resucitado, la vida que puede iluminar y transformar incluso las situaciones humanas más oscuras y desesperadas. Vuestra tierra no sólo necesita nuevas estructuras económicas y comunitarias; lo más importante, podríamos decir, es una nueva infraestructura espiritual, capaz de galvanizar las energías de todos los hombres y mujeres de buena voluntad al servicio de la educación, del desarrollo y de la promoción del bien común».
La fe y el amor cristiano, ciertamente, son la puerta abierta a todos para el cielo, ¡ya presente en la tierra! Y, de modo especialmente significativo, en el Oriente Medio donde se abrió por primera vez: «Todos deseamos —dijo también Benedicto XVI al comienzo del Sínodo— que los fieles sientan la alegría de vivir en Tierra Santa, tierra bendecida por la presencia y por el glorioso misterio pascual del Señor Jesucristo. Pero vivir de forma digna en la propia patria es, antes que nada, un derecho humano fundamental: por ello, es necesario favorecer las condiciones de paz y justicia, indispensables para un desarrollo armonioso de todos los habitantes de la región. Todos están llamados a dar su contribución». Y señala el Papa a la comunidad internacional, a las religiones presentes en la región, y en particular a los cristianos —en Oriente Medio, en la Europa descristianizada y en el mundo entero—, «no sólo con las obras de promoción social, sino, sobre todo, con el espíritu de las Bienaventuranzas evangélicas, que anima a la práctica del perdón y la reconciliación». Exactamente esa infraestructura espiritual que salva al mundo, a partir de la puerta abierta en ese sepulcro vacío de Jerusalén, cuna de la Iglesia, que ilustra este comentario.