La poesía contra las máquinas - Alfa y Omega

Hubiera asistido al funeral de Christian Bobin si no fuera porque no cojo aviones desde hace doce años. Me hubiera mezclado con los que asistieron a la ceremonia y, tomando asiento en uno de los últimos bancos, hubiera sonreído viendo las fotografías que se proyectaban y escuchado los testimonios, hasta la salida del féretro blanco.

Christian Bobin ha muerto a los 71 años, siendo todavía un niño. Hacía dos años que había dejado el bosque y ahora vivía con Lydie Dattas en un apartamento de Le Creusot. Estaba más delgado y su expresión era más circunspecta. Cuentan que la ceremonia, oficiada por su amigo el sacerdote Jean Michel Duband, duró más de dos horas. En la iglesia estuvo Hélène, la hija de Ghislaine, la más que viva, junto a Lydie. Estuvo también la familia Gallimard, un nutrido grupo de anónimos y conocidos del autor. Como Noella, su traductora italiana.

Hoy descansa en mi escritorio Le muguet rouge, uno de sus dos últimos libros, recién publicado. En él hay un Bobin más combativo que de costumbre. Quizá intuyendo que serían sus últimas palabras y que, por tanto, tenía que decir lo más urgente, se pone serio y arremete contra la sociedad de la tecnología. Bobin y la modernidad nunca se habían llevado bien: no tenía móvil ni internet, y ni siquiera pasaba a ordenador sus manuscritos. En este libro lanza un alarido parecido al de un ciervo perdido en una carretera, acorralado por los coches. Algunas líneas, traducidas a vuelapluma:

«La ejecución moderna prescinde del verdugo. La víctima desempeña todos los roles.

Ya no hay almas, solo clientes.

El Titanic condujo al diablo su primera remesa de creyentes.

Cada vez más personas mueren de pena sin que nadie lo sepa, ni siquiera ellas mismas.

La modernidad es el crimen perfecto: ni siquiera el muerto se da cuenta de que lo está.

Los publicistas son amortajadores de un género particular: trabajan para convertir en muerto lo que estaba vivo.

Cada uno tiene en su mano el espejo de los ciegos. Son las tablas portátiles de la nueva ley: arrojarás tu alma con todo lo que tiene más de un día.

Triunfo de los cuerpos inhabitados, aclamación de las cifras, gloria a las imágenes idiotas. Nunca nadie se arrodillará tanto como los modernos pretendidamente irreligiosos.

Hitler no era nadie. Solo era la totalidad de las personas que lo seguían.

Un mundo entenebrecido por sus luces.

Vestidos de negro, el color oficial del espectáculo, los ascetas programadores presentan en una pantalla gigante la Bestia que devora el Tiempo. Su piel de cristal es cada vez más delgada: apenas un milímetro, la distancia que hay entre el Apocalipsis y nosotros.

En el siglo XVII, Descartes separa fibra por fibra el pensamiento de la vida. El pensamiento enloquece, igual que un abejorro, y la vida desarrolla la enfermedad de las cifras. Dice Giambattista Vico que hemos “preferido lo cierto a la verdadero”. Lo verdadero es lo humano, imposible de encarcelar en una cifra».

En este siglo, en el que el ojo de un cíclope sin párpado nos vigila las 24 horas, el poeta afirma que hace falta un poder sobrehumano para permanecer humano. Frente a las tecnologías alienantes y al todopoderoso internet, Christian Bobin destaca la figura de la violonchelista Jacqueline du Pré, muerta por esclerosis; o la del genio de las matemáticas Alexandre Grothendieck, que abandonó sus investigaciones y acabó convertido en un ermitaño. La escritura de Bobin siempre ha sido un muro de contención frente a la ofensiva de Silicon Valley. Una cerca que protege la vida sencilla, donde pasta sin peligro la poesía, que es la vida con atención: «La poesía es el don de leer la vida. Es poética toda concentración repentina de la mirada sobre un solo detalle, que provoca nuestro deseo infantil de no morir nunca».

Christian Bobin fue enterrado el pasado 6 de diciembre en el cementerio de Marciac, en la Occitania francesa. Y hasta en esa decisión, la de ser enterrado, eligió la opción más humana.

Me gustaría, para terminar este texto, hacer mía la plegaria que hay entre las páginas de su último libro: «Que jamás venga el nihilismo a cobrar sus impuestos a la puerta de mis labios».