La piedad suprema
Escribo desde Angkor. Ya contaré otro día qué me ha traído a este rincón del planeta, en el que sólo el 2 % de la población reza el padrenuestro, que un primer misionero les enseñó. Hoy quiero hablar del libro que viene conmigo, Peregrinación a Angkor, de Pierre Loti, seudónimo del escritor y oficial de la Marina Francesa Julian Viaud, que desde muy niño supo que recorrería el mundo como un aventurero feliz.
Siendo un chaval, su hermano falleció en Indochina y, entre las pertenencias que llegaron a su hogar, había un ejemplar de una revista colonial, con dibujos de templos insólitos. Se prometió a sí mismo dedicar su vida a explorarlo todo, a poder afirmar que, tras las espesas selvas de Siam, vería un día alzarse la estrella vespertina sobre las ruinas de los palacios de Angkor. Y así ocurrió.
Pero, en el relato que me acompaña, hay mucho más que un ejercicio de pasión aventurera; hay un epílogo de la vida de Loti en el que el explorador echa un vistazo atrás y escribe una conmovedora confesión: para él ha dejado de existir lo desconocido:
«He apurado la copa de las aventuras, lo he experimentado todo, lo he probado todo, he ido a todas partes, lo he visto todo. Las frases enfáticas del Eclesiastés sobre la vanidad de las cosas, regresan ahora a mi mente».
Y entonces mira a su alrededor, se ve ya mayor y cansado, se fija en los árboles de su jardín, que no han envejecido tanto como él, fenómeno que le pone en disposición de imaginar una muerte próxima:
«He sido un niño al que se le abría el mundo, y ahora no soy más que el que ha vivido».
Y realiza entonces un acto de fe, tras haber visto al mundo entero de rodillas ante un ser trascendente, como una actitud natural, similar a la busca de comida. El Dios al que tantísima gente acude «sólo puede ser un Dios de piedad. Yo diría que se abre en las almas de todo ser humano la intuición profunda de que tiene que haber una piedad suprema para escuchar nuestro dolor. Y yo me inclino cada vez más a creer en ella y a tenderle los brazos. En nuestros días está esa hez de enseñanza que, en nombre de la ciencia, se lanza sin comprender nada hacia el materialismo más imbécil. La piedad suprema tiene que existir, y de mis innumerables peregrinaciones esta débil realidad es todo lo que he traído de valor».
Así acaba su anotación del mes de octubre de 1910.