La luz apacible - Alfa y Omega

Aquella noche fue demasiado larga para Gaspar. Como todas las otras noches, había tratado de embriagarla, de distraerse. Necesitaba narcotizar las noches, para silenciar el paso baldío del tiempo. Pero no pudo conseguirlo aquella noche. Aquella noche de fiesta el vacío de su espíritu, la lobreguez de su corazón apagaba los fuegos de artificio, la juventud deslumbrante de su harén, su ilustrado conocimiento,… ¡todo! Todo quedaba ensombrecido en el abismo de su interior. No había luz en el mundo capaz de mitigar aquella tiniebla. Aquella noche salió del palacio, en mitad de la fiesta, en mitad de la nada, se quitó con rabia su corona, alzó la vista al cielo y recitó sin saberlo unos versos que nunca había leído, de un autor que nunca conoció: «Las tinieblas cubren la tierra, y la oscuridad los pueblos» (Is 60, 2). En su corazón se ahogaba el mundo entero.

Entonces, un instante antes de bajar la vista, cuando creyó que ya nada nuevo iba a pasar, vio «salir una estrella». Nosotros ya no sabemos lo que es eso. Nosotros ya no miramos a lo alto. Ya ni siquiera lo vemos. Porque incluso cuando alguna estrella, la luna o el sol llegan a alcanzarnos nos escondemos tras la cámara del móvil. Sustituimos la luz abrasadora del cielo, por la electricidad de las pantallas, sometida a nuestro control. Pero no era así antes. Porque las estrellas, una sola estrella es capaz de atravesar el corazón de un hombre lo suficientemente osado para mirarla. El titileo de una sola estrella puede sacar a la luz todas las mentiras de la vida de un hombre. El signo lejano de su luz es un grito al corazón del hombre: «¡Levántate, brilla,… que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti!» (Is 60, 1).

Durante siglos los hombres miraron a las estrellas calculando sus movimientos, haciendo sus augurios. Erraban siempre, pero no podían dejar de intentarlo porque la luz de las estrellas mantenía encendida la esperanza: la vida no era absurda, un «misterio, que no había sido manifestado a los hombres en otros tiempos» (Ef 3, 5). Las estrellas traían una luz de otro lugar, eran una luz que estaba por venir. Las lumbreras en el cielo prometían demasiado –eran demasiados grandes, demasiado hermosas– como para no decir nada.

Y aquella estrella no era una estrella cualquiera. Era «su estrella» (Mt 2, 2). Era la estrella de Alguien, a quien no conocían, de Quien nada sabían, pero al que habían esperado durante toda su vida. Por eso se pusieron en marcha, por eso cogieron preciosos dones, y por eso le siguieron. Aquella luz era nueva, y sin embargo conocida, porque era la novedad que el mundo entero había esperado. Dejaron su tierra, y se pusieron a buscar sin más luz y sentido que la que les garantizaba aquella estrella.

La vida de Gaspar ya solo con eso cambió. Se hizo camino, tuvo por fin una meta. Hizo dos amigos en aquel camino: Baltasar y Melchor. Nunca había hecho amigos, al menos no de verdad, como ellos; porque nunca había perseguido nada con nadie. Con los demás se distraía, los usaba para eludir su aburrimiento. Con ellos se estaba jugando la vida, en aquella estrella, en la verdad de aquella luz, compartían su destino.

Pero entonces una nube escondió la lumbre que les guiaba. Quizá habían llegado al final del recorrido. Buscaron en el único lugar que pensaron podía albergar a Aquel que indicaba la estrella: llamaron al castillo de Herodes. Sus hombres no sabían casi nada de estrellas, y ni siquiera habían advertido ninguna novedad en el cielo. Aún no habían sufrido la gran oscuridad. Pero habían tenido la suerte de crecer en el pueblo al que había hablado el dueño de todas las estrellas, también de aquella. La voz de sus profetas se parecía a la luz de las estrellas. Por eso no es casualidad que al salir de aquel castillo volvieran a ver la estrella: «Se llenaron de grandísima alegría». La desesperación de la pérdida se había visto sobrepasada por un redoble de la esperanza: voz y oído, luz y palabra les indicaban ahora el camino a Belén. No había castillos, no había palacios. Pero sobre una posada parecía asomarse la estrella. Cuando abrieron la puerta cayeron de rodillas, cayeron vencidos, derrotados. No sabían por qué. ¿Quizá el cansancio del camino? ¿Quizá el agotamiento de su corazón ante tanto ajetreo de esperanzas y desesperaciones? No lo sabían, y durante meses después se lo estuvieron preguntando. ¿Qué vieron en aquel niño y su familia?

Aquella sencillez, los ojos infinitamente sobrecogidos de aquella mujer, la frágil pequeñez del niño,… no sabían. Pero aquella imagen se imprimió en el fondo oscuro de sus corazones. Durante toda su vida aquella imagen representó la luz, por culpa de aquella estrella. Quizá alguno, tras mucho comparar su oscuridad con aquel niño, tras mucho comparar su mirada sobre sus hijos con la de aquella mujer a Jesús, tras mucho comparar su mirada sobre sus mujeres con la de José, descubrieron la luz apacible que brilla en la profundidad de aquel gesto que ya nunca pudieron olvidar. Quizá entonces se sintieron «partícipes de la misma promesa» que ese niño (Ef 3,6). Por eso «volvieron a su tierra por otro camino». todo era distinto, y no sabían por qué. Todo lo comparaban con la luz apacible de aquel niño.