La Iglesia quiere hacer camino contando con todos. Urge que sigamos hablando de la sinodalidad en la vida de la Iglesia. Y ahora que celebramos la I Jornada Mundial de los Abuelos, hay que incidir en que esta pasa por dejar protagonismo a nuestros mayores y a nuestros jóvenes. Unos tienen la sabiduría que dan la vida y los años, mientras que los otros tienen la fuerza que da la edad. Ambos han de estar en el tejido social de la sociedad y, por supuesto, en el camino que juntos hemos de hacer como Iglesia. Hay que decir con toda verdad que aislar a los jóvenes o a los abuelos de la sociedad y también de la vida de la Iglesia es cometer una injusticia, entre otras cosas porque les quitamos el sentido de pertenencia. Siempre decimos que los jóvenes son el futuro de un pueblo y es cierto que, con la fuerza que tienen, nos lanzan hacia adelante, pero también hay que contar con quienes aportan la sabiduría de la vida.
En el discurso de apertura de la 70 Asamblea General de la Conferencia Episcopal Italiana, en mayo de 2017, el Papa Francisco afirmó que «el camino de la sinodalidad es el camino que Dios espera de la Iglesia del tercer milenio». No pasó desapercibida esta afirmación para la Comisión Teológica Internacional, que elaboró un documento clave para descubrir, vivir y avalar este camino de la sinodalidad. Una sinodalidad que ha de estar presente en la vida de la parroquia, que es donde aprendemos a vivir como discípulos del Señor, donde se dan unas relaciones fraternas que nos hacen experimentar la comunión, la participación y la misión de los diversos carismas y ministerios poniéndonos en armonía. El Consejo de Pastoral en la parroquia ha de ser instrumento valioso para vivir la sinodalidad.
Volvamos también al Concilio Apostólico de Jerusalén, en el que encontramos una síntesis perfecta de las fuentes normativas de la sinodalidad. En él es donde descubrimos que no es un simple procedimiento, sino que es la forma peculiar en la que vive y opera la Iglesia. Os invito a meditar varios pasajes de los Hechos de los apóstoles y ver la fuerza de la Iglesia peregrinando por este mundo, en comunión, participación y misión, asumiendo tareas y responsabilidades entre todos y sirviendo a todos. ¡Contemplemos a la Iglesia viviendo como Pueblo Santo de Dios en comunión! Una Iglesia que se pone en camino y cuyos miembros hacen el camino todos juntos; en la que no se margina a nadie, ni a jóvenes ni a abuelos.
La Iglesia ha de experimentar que la sinodalidad está en el corazón de su ser. Y por eso, fiel a su Señor, quiere hacer este camino. La conversión espiritual y pastoral y el discernimiento son condiciones necesarias para hacer una auténtica experiencia sinodal. De tal manera que la sinodalidad en la Iglesia aparece no solamente como un estilo de vida, sino que designa la necesidad de estructuras y procesos que manifiesten su propia naturaleza. Me apasiona descubrir con toda su fuerza la sinodalidad como dimensión constitutiva de la Iglesia. Esta dimensión es la que hace que la Iglesia en todo tiempo sea interpelada por desafíos concretos y sepa responder con creatividad a la voz del Espíritu, que sepa situarse en el discernimiento de la verdad y en el camino de la misión.
¿Por qué insisto en la sinodalidad y en la participación de los ancianos, con su sabiduría, y de los jóvenes, con su fuerza? Porque en estos momentos de la historia de la humanidad se está dando una marginación y una exclusión de ambos. A los ancianos ni se les cuida de verdad, porque no basta con que les demos cosas, ni se les deja hablar, ni se les deja actuar. Y a los jóvenes no se les da trabajo, con altas tasas de desempleo, y su protagonismo es escaso. Urge que hablen los ancianos, que nos enseñen, y que los jóvenes luchen por los valores. Hay que darles protagonismo en la Iglesia. Jóvenes y abuelos están llamados a ser apóstoles. Recordemos que fueron dos ancianos quienes reconocieron a Jesús en el templo y lo anunciaron, y que fue a un joven, a Juan –el discípulo tan querido por Jesús y al que le unió una profunda intimidad–, a quien eligió como testigo de que su Madre nos era entregada como Madre a todos los hombres.
Hay indicadores que nos ayudan a ver cómo está nuestra sociedad. Una sociedad que no trata bien, que no cuida, que no da valor a la vida en sí misma de los abuelos, de los jóvenes e incluso de los niños, no tiene futuro, pues pierde la memoria y pierde el sentido profundo que debe tener la acogida de la vida.
En el ejercicio de la sinodalidad debemos hacer coincidir la memoria del pasado (los abuelos) y la fuerza del camino de un pueblo (los jóvenes). Si faltan memoria y fuerza, no haremos futuro. A los abuelos y los jóvenes tenemos que darles un lugar para que sigan soñando en la Iglesia. En este sentido, creo que hay que desarrollar tres aspectos:
1. Acojamos la tarea de vivir en la Iglesia en estado de misión. Se trata de eso que tan bellamente dibuja el Evangelio de san Mateo: «Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (Mt 28, 19-20).
2. Sintamos el gozo de hacer vida la expresión de san Pablo VI: «La dulce y confortadora alegría de evangelizar» (EN 80). Todos los cristianos hemos de sentir el gozo de evangelizar, de mostrar un rostro nuevo del ser humano, ese que nos regala Jesucristo. Es una manera nueva de ser y de comportarnos; nadie sobra, todos somos necesarios, y la dignidad del ser humano se manifiesta y se respeta desde el seno de nuestra madre hasta el final de nuestros días.
3. La misión representa el mayor desafío para la Iglesia. La causa misionera debe ser la primera: en la Palabra de Dios aparece permanentemente este dinamismo que Dios quiere provocar en todos los creyentes. Es una llamada a salir a una tierra nueva. A cada discípulo el Señor nos pide que salgamos, que dejemos nuestra comodidad y tengamos el atrevimiento de llegar a todos los lugares, situaciones y personas que necesitan la luz del Evangelio.