Noche de verano en Bellavista, Buenos Aires. Con el aroma de un asado de fondo y un jardín repleto de risas y grandes conversaciones con distintos acentos llegó la pregunta de mano de una rubia psicóloga con fernet en ciernes: «¿Qué es la gratuidad?». La reflexión duró menos de lo deseado, pero lo suficiente como para analizar si realmente todo lo que hacemos tiene un objetivo: sentirnos queridos; irnos a dormir con la buena acción del día hecha; estar acompañados; que un día, en el futuro, se nos devuelvan el tiempo y el hombro entregados… ¿O realmente somos capaces de hacer algo por el otro gratis? Es decir, sin esperar absolutamente nada a cambio. Es decir, amar al otro como a nosotros mismos. La respuesta no llegó esa noche, al menos de palabra. La respuesta se dio cada día durante dos meses posteriores —y los que quedan— con largas charlas sobre las dificultades que tenemos entre manos. Con un «buenos días» diario. Con lecturas compartidas y cervezas virtuales. Con una palabra exacta sin ser pedida. Con la no certeza de saber si volveremos a vernos jamás. La respuesta, entonces, es sencilla. La gratuidad es amar. Como solo se puede amar de verdad. De forma incondicional. Sin esperar nada a cambio.