Las tenemos en la retina. Las perturbadoras imágenes de mujeres israelíes siendo secuestradas, agredidas o violadas por los terroristas de Hamas mientras son grabadas, entre risas, con móviles. Las desgarradoras imágenes de los cadáveres de niños palestinos entre los escombros de lo que antes eran sus casas en Gaza. El horror. Más aún: la exhibición impúdica del horror. De cuando en cuando, no de forma habitual como en épocas pretéritas, aparece el horror en nuestras vidas anodinas propias del Occidente próspero y en paz posterior a la Segunda Guerra Mundial. Aparece como un relámpago, en forma de noticia; normalmente una atrocidad cometida en un conflicto en la sección de Internacional. Y nos recuerda que hay seres humanos capaces de hacer cosas abominables. Que la crueldad y el sadismo, tanto como la bondad, son parte de la condición humana, aunque no estén presentes en nuestra vida cotidiana. Intentamos tranquilizarnos pensando que ello es algo excepcional, una anomalía estadística. Pero, ¿y si estuviéramos equivocados?
¿Por qué hay culturas y grupos sociales que de repente se vuelven con extrema violencia contra sus vecinos con los que habían convivido durante siglos, como en el caso de israelíes y palestinos? ¿Por qué las masas han degenerado en turba linchadora en tantas ocasiones? ¿Por qué el pueblo llano ha asistido con regocijo a los suplicios públicos desde que hay memoria? ¿Por qué el Estado antiguo y el contemporáneo han sido una máquina de triturar carne humana? ¿Por qué, más allá de la acción puntual de gobernantes psicópatas, se han dado en la historia a menudo las atrocidades más espantosas contra víctimas indefensas promovidas por poderes legítimos? Y, sobre todo, ¿cómo es posible que durante milenios fueran socialmente aceptables e incluso morales, en casi todas las culturas, fenómenos tales como la esclavitud, el sacrificio humano, los suplicios públicos, el infanticidio, la masacre de civiles, la culpa colectiva, el abuso sexual de menores y mujeres o la tortura judicial?
Sean cuales sean las respuestas a estas preguntas, creo que la antigua pregunta por el origen del Mal resulta
ineludible en cualquier antropología de la crueldad humana. De ningún modo debería esta cuestión quedar circunscrita, como suele suceder ahora, al ámbito de la teología o la filosofía. El historiador y el humanista pueden y deben indagar en ella. De hecho, como historiador de la violencia, considero esta cuestión fundamental e irrenunciable. Es lamentable que la ausencia de referencias al Mal con mayúsculas sea típica de buena parte de la ensayística ética o filosófica de nuestro tiempo, ya que el mismo concepto de Mal parece anticuado para la sociedad posmoderna.
Pero los hechos son tozudos. Tras el análisis detenido de la compleja casuística de la crueldad social en las civilizaciones antiguas y modernas, no podemos plantear más que esta hipótesis explicativa: la violencia y el sadismo estructurales son ubicuos en la historia humana, sin excepción conocida en ninguna latitud; lo cual demuestra que pertenecen a la naturaleza del ser humano con anterioridad a su aculturación y asimilación en cada civilización concreta. El Mal no es un producto cultural, aunque ciertas estructuras sociales e ideologías del odio lo puedan ciertamente exacerbar en momentos puntuales de la historia. Los rasgos de cada cultura influirán en la potenciación o atemperación de las tendencias innatas a la violencia o la opresión, educando el corazón y pudiendo así humanizar (inculcando empatía y compasión) o deshumanizar (inculcando odio o desprecio) al individuo, pero no las crean.
Cuando uno mira cara a cara a la iniquidad, la crueldad y las formas de opresión en el mundo se puede tener la impresión de que el desarrollo de las diferentes civilizaciones solo ha supuesto un perfeccionamiento en los métodos de la crueldad, o incluso inferir que el progreso humano en las artes y las ciencias no implicó un mejoramiento ético paralelo. Como reza el famoso dictum de Walter Benjamin, pudiera parecer que no hay documento de cultura que no haya sido a la vez «un documento de barbarie». Ahora bien, esta impresión superficial la deshace un recorrido por la historia de los orígenes de la ética compasiva. La compasión por el extraño y el enemigo es un fruto de la civilización, más en concreto de la tradición espiritual. Son las formas religiosas de algunas civilizaciones las que han traído la compasión al mundo a través de la renuncia ascética al poder y la violencia. Como dijo Simone Weil, solo la gracia puede vencer a la iniquidad, la tendencia del ser humano a oprimir a sus semejantes. Es decir, solo la compasión puede vencer al Mal y volver de carne los corazones de piedra. Y eso es motivo para la esperanza. Pues la verdadera religión de la compasión y la misericordia sigue ahí, ocultada por los poderes de este mundo, pero aún viva.
El autor acaba de publicar Iniquidad. El nacimiento del Estado y la crueldad social en las primeras civilizaciones (Rialp)