La compasión cristiana. Reflexiones navideñas - Alfa y Omega

En su iluminador ensayo sobre la infancia de Jesús, Benedicto XVI, el Papa sabio, nos da una clave que enlaza la compasión cristiana con el misterio de la Natividad. Comentando el oráculo de Simeón sobre el Niño Jesús que le es presentado en el templo, Ratzinger plantea la siguiente reflexión al hilo de la «espada que traspasará el alma» profetizada a María (Lc 2, 35): «El amor no es una romántica sensación de bienestar. Redención no es wellness, un baño en la autocomplacencia, sino una liberación del estar oprimidos en el propio yo. Esta liberación tiene el precio del sufrimiento de la cruz. La profecía de la luz y la palabra acerca de la cruz van juntas […]. De María podemos aprender la verdadera compasión, libre de sentimentalismo alguno, acogiendo el dolor ajeno como sufrimiento propio. En los padres de la Iglesia se consideraba la insensibilidad, la indiferencia ante el dolor ajeno, como algo típico del paganismo. La fe cristiana opone a esto el Dios que sufre con los hombres y así nos atrae a la compasión. La Mater Dolorosa, la Madre con la espada en el corazón, es el prototipo de este sentimiento de fondo de la fe cristiana».

En efecto, la indiferencia ante el dolor ajeno, el del extraño, el del esclavo, el del gladiador, el del crucificado, el de los conquistados (vae victis!), era ciertamente algo que caracterizaba al paganismo grecorromano, mientras que la compasión era aquello que distinguía a los cristianos. Helmut Kuhn lo ha explicado perfectamente apoyándose en la parábola del samaritano: el amor político del amigo, la amicitia romana, la philia griega, se basaba en la igualdad de las partes y en el do ut des, mientras que Jesús nos da a entender que el agapé cristiano, un amor radical nacido de las entrañas (maternal incluso en su original etimología bíblica), traspasa todo tipo de orden político y toda exigencia de reciprocidad, superándolo. No solo va más allá de ese orden, sino que lo transforma al entenderlo en sentido inverso: los últimos serán los primeros (cf. Mt 19, 30). Y los humildes heredarán la tierra (cf. Mt 5, 5).

Es esta la inversión de los valores del Evangelio que tanto atacó Nietzsche. Frente al paradigma homérico que identificaba bondad con excelencia aristocrática (areté), frente a la ética griega que asimilaba la mendacidad y la villanía con la pobreza, el sermón de la montaña pone la misericordia con el débil, la compasión con la vulnerabilidad, como referente supremo de lo bueno.

Ahora bien, hay que tener mucho cuidado con interpretar este lo bueno en un sentido político que reemplace el do ut des propio de la naturaleza social del zoon politikon por una utopía social que olvide que el amor cristiano parte de lo sobrenatural y no se entiende sin su dimensión espiritual. Como nos advirtiera en su día Henri de Lubac, todos los movimientos revolucionarios y sus horrores de ingeniería social han surgido de una gran falacia: olvidar el dato del pecado original que corrompe la voluntad humana, olvidar lo inevitable de la dialéctica amigo-enemigo en todas las relaciones de poder, e intentar obligar a una sociedad entera a vivir de acuerdo al principio del amor, no ya como el fruto de un itinerario espiritual, sino como resultado de una estructura opresiva que lo impone. «La Verdad os hará libres». Sin libertad para amar u odiar, para compartir o retener, no hay compasión genuina. Hay política totalitaria.

No es que no haya una dimensión social de la compasión cristiana. Sin duda, el fin en Occidente y en buena parte del mundo de la esclavitud, del sacrificio humano, el infanticidio o la tortura judicial parten de las semillas que el Evangelio plantó hace milenios. Si bien es cierto que el optimismo de los filósofos ilustrados sobre la humanidad o sobre el estado de naturaleza no casa bien con la tozudez de la realidad histórica, tampoco se pueden sustentar las visiones nihilistas que solo reparan en lo más oscuro del alma humana, desechando como fruto de farisaicas convenciones sociales todo acto desinteresado, todo altruismo, toda bondad. Más allá de constatar un océano de sufrimiento del ser humano por obra de otros seres humanos, se puede encontrar un sentido a la historia humana a partir de un crecimiento en la compasión.

Ante la inhumanidad ha habido ocasiones en las que ha surgido la respuesta de la compasión a nivel social. Unos cuantos millares de biografías de héroes de la compasión así lo atestiguan. Pero, permítasenos insistir en ello, esta compasión con aquel que es un extraño, con el otro, es bien diferente del sentimentalismo o de la empatía biológica con los familiares cercanos (que compartimos con algunas especies animales). De hecho, siempre ha partido de lo espiritual. Es decir, el alma humana ha sido educada en el amor.

Su paulatina y difícil introducción en la historia humana, marcada por el homo homini lupus, surge históricamente de la experiencia religiosa, siempre ascética y de renuncia, a partir de personajes fundadores que solo podemos calificar como proféticos. Ciertamente el más grande de ellos fue Jesucristo, Divino Redentor de los que somos cristianos, pero también el Maestro de la misericordia por excelencia, aquel que llevó la ética de la compasión a sus cotas más altas, al plantear no solo un amor incondicional por el prójimo, sino también al incluir, por vez primera en la historia de la ética humana, al enemigo.

El autor acaba de publicar Compasión. Una historia (CEU Ediciones)