La figura de Cristo te convence, pero no te obliga - Alfa y Omega

La figura de Jesús, tal como nos la presentan los evangelios, resulta coherente y de una inmensa cohesión, digno por tanto de toda la credibilidad humana y dotado de un poder de seducción sin parangón alguno. Tal coherencia interna hace de su persona y su mensaje «razonable», como dice A. Léonard, pero de ninguna manera constriñente, de manera que la fe permanecerá siempre un acto libre, una adhesión voluntaria.

Podemos añadir que, si Dios es lo que entendemos por tal, no es propio de su condición obligar forzosamente o de manera violenta a su criatura para obtener su glorificación. Nuestra vida transcurre entre los diversos claroscuros de una vida terrestre marcada por la no evidencia de su objeto (Dios) y a la vez por los numerosos signos de la divina revelación: de este modo, la fe resulta razonable —apoyada en los aspectos de luz con los que cuenta la adhesión del creyente—, pero a todas luces libre y no forzada —en virtud de la oscuridad del misterio respecto de nuestra facultad—.

Queda para la gloria, la visión beatífica, el hecho de que seamos subyugados por la presencia inmediata de Dios: entonces seremos incapaces de rechazarle. De nuestra libertad quedará la adhesión espontanea por la cual nos donaremos a él y encontraremos en él nuestro definitivo descanso, nuestra suprema personalización. El aspecto de la libertad que denominamos libre arbitrio, o sea, esa posibilidad más pobre que experimentamos ante un bien de naturaleza inferior (ante un plato de arroz o uno de espagueti) o ante el Bien supremo pero en cuanto velado a nuestra capacidad terrena, este aspecto digo desaparecerá. Si aquí en la tierra podemos rechazar a Dios, o si podemos buscarle infatigablemente, se debe a que su presencia no nos resulta inmediata ni evidente. Por eso cuentan los actos concretos de nuestra libertad como la preparación a esa otra opción definitiva que será a la vez digna de Dios y digna de la persona humana.

La figura de Jesús se presenta a los hombres de tal modo clara y atrayente como para hacer del acto de fe un acto auténticamente humano, razonable y digno de toda madurez; pero comporta a la vez no poca oscuridad, la propia del misterio, como para que dicha adhesión responda a una entrega voluntaria y libre. Hasta tal punto respeta Dios la naturaleza racional y libre de la persona humana, imagen y semejanza suya.

Me preguntaba el otro día una señora por la gravedad de la duda, en la vida del creyente. Aquí encuentra su razón de ser, su justificación y también el hecho de su comprensión. No, no es pecado dudar o sentir en el propio interior el vértigo de la incertidumbre, sobre todo en determinadas ocasiones. La invitación de Dios, la oferta de su salvación, toda vez que razonable, permanece en la trascendencia del misterio, en la vocación respetuosa de nuestro libre consentimiento. Dios no violenta, él seduce. Un Dios hecho hombre, todo próximo y a la vez totalmente otro, puerta para nuestra relación filial con el Eterno, garantía de nuestra relación fraterna con el prójimo.

Dios hecho hombre, Jesús se nos presenta como la única garantía de salvación: habiendo portado nuestro pecado en sus consecuencias, en la muerte, él ha triunfado de manera definitiva, inaugurando una vida integra y perdurable, por encima del pecado y de la muerte. Resucitado, el hijo de Dios aporta al mundo una nueva humanidad, regeneración en la gracia sobrenatural por la que el hombre es levantado a una celestial familiaridad antes desconocida, tal vez sospechada pero, desde luego, nunca conseguida, arrebatada.

Esta figura de Jesús goza de una tal coherencia, de una complejidad sublime que convive con la mayor simplicidad, que no puede dejar de resultar convincente, atrayente. Ella no puede ser el fruto y resultado de la humana imaginación, pues ni la trascendencia más elevada nos acerca a él, ni la proximidad más inmediata acierta a atribuir los rasgos de la humanidad de Cristo crucificada. Su carácter esencialmente histórico, por otro lado, garantiza el fundamento sobremanera real del contenido de la fe.