La fe y el sacramento - Alfa y Omega

Veníamos hablando en nuestros textos anteriores de fe y credibilidad, de argumentos y motivos para poder creer. Pues bien, la palabra de la fe, dice Ratzinger en uno de sus libros sobre el sacerdocio, es esencialmente una palabra sacramental (Mission et formation du prêtre, p. 21). Aunque él habla de la formación del futuro sacerdote, nosotros podemos hacer su afirmación extensible a todo cristiano: nuestra formación de bautizados debe ser una preparación a la vivencia de los sacramentos, a una participación consciente y activa en la liturgia sacramental de la Iglesia.

Uno de los aspectos de la belleza, y habría que decir también de su eficacia salvífica, de la liturgia sacramental reside en que no es el hombre su protagonista primero, su actor principal, sino en el hecho de que aquel es invitado y como asumido —libremente, claro— por la acción de Otro agente más grande y principal que nos precede, nos envuelve y acompaña: la liturgia es el ejercicio mistérico del sacerdocio de Cristo, sumo y eterno sacerdote.

Pero la liturgia es, de alguna manera, cósmica, universal: en ella interviene la acción glorificante de toda la creación renovada en Cristo, y el hombre, sobrecogido, la vive como abrazado por el cielo y la tierra. Aquí reside la grandeza, la belleza y la eficacia redentora de una acción que tiene a Cristo como ejecutor primero y a su Iglesia como la mediación necesaria. La incorporación de la materia, ahora signo sacramental, permite al hombre devolver aquello que de Dios había recibido antes, elevado al orden sobrenatural de la gracia, instrumento de santificación. Lo que era necesario para la vida terrena se convierte de este modo en prenda de la vida eterna.

El sacramento es, por tanto misterio, y como tal no solo confiere la gracia de la fe al creyente que lo recibe sino que además la ejercita y desarrolla, actualiza y fortalece su dinamismo. Cada sacramento, encuentro con Cristo, no solo me comunica la gracia de su vida divina, participada gratuitamente, sino que provoca un acto profundo, espontáneo y libre de la fe de aquellos que lo viven: ¡en efecto, hace falta fe para hincar la rodilla ante el confesor y expresar las propias miserias del alma! ¡Hace falta fe para privarse de tantos reclamos que solicitan nuestro apetito y dirigir lo más profundo de nuestra hambre a recibir un pan que no es de este mundo sino del cielo! ¡Hace falta fe, sí, mucha fe, para entender que en cada sacramento es Cristo mismo el que se hace uno con el hombre a fin de hacer del hombre, para siempre, uno con Dios!

No cabe, pues, unión del hombre hoy con Dios al margen, ni siquiera a pesar de, los sacramentos: nuestra transformación en Cristo, el crecimiento en la condición filial que por la gracia hemos recibido, sencillamente no es posible de otro modo que por y a través de la vida sacramental. No son meros ritos humanos, menos aún celebraciones folclóricas o culturales, obligaciones y preceptos de una tradición que cansa, porque se ha quedado demasiado obsoleta y anticuada para el hombre de hoy. El sacramento es el encuentro salvífico del cielo con la tierra, el abrazo íntimo de Dios Padre con cada hijo de este mundo, la comunión del corazón santo del Redentor con aquel otro herido de nosotros, los redimidos, al aliento fresco del Espíritu que vivifica nuestra alma.

Por eso a la liturgia pertenece también el silencio de la adoración y no solo el rito externo o la proclamación de la palabra. Todo es necesario, y precisamente por ello se hace urgente recuperar aquellos aspectos más descuidados o incluso abandonados en nuestra práctica sacramental: la presencia del Dios Trinidad, el sentido de misterio, la comunión con María, los ángeles y los santos, la dimensión de acción sagrada que actualiza la redención del Cordero degollado, el ejercicio de las virtudes teologales y la implicación coherente de toda la vida del creyente que no puede quedar indiferente, como si nada serio hubiera pasado, son algunos detalles que conviene no olvidar.

Termino esta sencilla reflexión con otra afirmación, no menos verdadera que todo lo anterior. Como la fe lo ha sido, también el culto litúrgico y la celebración sacramental tiene que ver con la cultura. Su fecundidad se extiende a un sinfín de manifestaciones en las que se hace visible el contenido de su misterio invisible. La música o la literatura, así como las demás bellas artes se incorporan, cada una a su manera, en esta sinfonía creyente que canta la gloria del creador y celebra la victoria de su divino redentor. En la liturgia, decía J. Ratzinger, tocamos la belleza misma, que es la vida eterna.