La situación de crisis económica y moral que estamos padeciendo no sólo trae paro, desahucios, pobreza familiar y social, sino también otros males espirituales más profundos, de los que suele hablarse poco.
En tiempos pasados, de bonanza, quien no se enriquecía antes de los treinta años era considerado un perdedor. Todo se sobreestimaba por encima de su valor y utilidad, buscando eufemismos comerciales que, aparentemente, justificaran tales operaciones económicas y financieras. El dinero público parecía no tener dueño y estar más al servicio de la clientela ideológica y política que del pueblo, al que pertenece. Había una obsesión por vivir para el trabajo, para la empresa, para consumir por encima de las posibilidades. Cualquier predicación o consejo acerca de valores como la verdad, honradez, lealtad, familia, natalidad, justicia social o comportamiento ético, era tachado rápidamente de moralina, mentalidad estrecha o una cantidad de calificativos que ridiculizaban o silenciaban cualquier tentativa de rearme moral. Se tiraron por la borda muchas tradiciones con sentido. Ahora de pronto, todo se ha caído, no hay dónde agarrarse, se ha perdido el propio centro de la persona. El materialismo y el nihilismo envolventes han originado el desamparo interior en muchas de las víctimas de una época marcada por la avaricia.
En estos momentos, no se trata únicamente de recomponer las estructuras económicas, financieras y administrativas de un país como el nuestro en gravísimas dificultades, sino también hay que sanar los corazones destrozados de los parados y desempleados, que sufren la carencia del pan de cada día y el vacío de ideales y de entusiasmo por seguir luchando. Así, escuchamos continuamente lamentaciones que lo reflejan: Me limito a ir tirando; Me siento como en un túnel; No sé por dónde salir; Mi vida está acabada; ¿A dónde voy con los años que tengo?
Las reformas no sólo deben quedarse en cambios en el sistema económico; la raíz del mal está en la enfermedad moral y espiritual que padece nuestra sociedad. ¿Cómo hacer esto? Todos podemos aportar nuestro grano de arena. Todos debemos valorar la vida, vivir con sencillez y austeridad, educar en elegir el bien y evitar el mal, enseñar a las nuevas generaciones que la coherencia de vida es su mejor escuela.
Una sociedad que silencia o rechaza la dimensión espiritual de la persona, no tiene futuro. No es lo mismo ser ateo que creyente. El pesimismo paralizante es consecuencia del miedo, quizás inconsciente, que produce vegetar en la nada. El anhelo de recuperar lo perdido brota cuando hay esperanza en el alma humana. Vivir en cristiano es un bien social. Porque aquellos que se rigen por la Ley de Dios salvan o evitan muchos males, y están llamados a buscar la verdad, el bien, la paz y la libertad, que son ejes esenciales de la sociedad. En el fondo de la crisis, está la ausencia de Dios, porque el hombre no es pura materia, sino espíritu encarnado que reclama, en tiempos de serenidad o de turbulencia, esa presencia salvadora de Dios.