«La familia atraviesa una crisis cultural profunda, como todas las comunidades y vínculos sociales. En el caso de la familia, la fragilidad de los vínculos se vuelve especialmente grave porque se trata de la célula básica de la sociedad, el lugar donde se aprende a convivir en la diferencia y a pertenecer a otros, y donde los padres transmiten la fe a sus hijos»: así dice el Papa Francisco en su Exhortación Evangelii gaudium, poniendo el dedo en la llaga de la profunda crisis, que ciertamente tiene su epicentro en esa célula básica que es la familia. Y es en ella, lógicamente, donde está la verdadera esperanza de su superación. La necesidad prioritaria de un Sínodo de los Obispos sobre la familia no podía ser más evidente. En el Documento de trabajo (Instrumentum laboris) previo, se dejaba bien claro que la Iglesia se enfrenta «a problemas inéditos», pero igualmente a «un renovado deseo de familia», que «hace entrever una nueva primavera para la familia», y por tanto para la entera Humanidad. No en vano es llamada, en expresión genuinamente cristiana, familia humana. Como abundantemente aparece en el magisterio de san Juan Pablo II, y de modo insistente, por ejemplo, en su Carta a las familias, de 1994, donde subraya que el hombre, «incluso cuando decide permanecer solo, la familia continúa siendo, por así decirlo, su horizonte existencial como comunidad fundamental sobre la que se apoya toda la gama de sus relaciones sociales, desde las más inmediatas y cercanas hasta las más lejanas. ¿No hablamos acaso de familia humana al referirnos al conjunto de los hombres que viven en el mundo?» Sí, en la familia está el epicentro de la crisis, ¡y de la esperanza!
El citado Instrumentum laboris observa que esta profunda crisis de la familia va de la mano de una crisis de fe, y es ésa, exactamente, la llaga que curar. Lo dijo con nitidez meridiana Benedicto XVI, en su Carta de convocatoria del Año de la fe, definiendo la situación que hoy vive nuestro mundo de «una profunda crisis de fe», el verdadero origen de toda otra crisis, y en primerísimo lugar de lo que constituye el único hábitat verdadero de lo humano que es la familia, cuya fuente no es otra que el mismo Dios trinitario, a cuya imagen hemos sido creados. Ensuciar, romper esa imagen que somos, el pecado: he ahí la crisis. Que sea restablecida, la santidad: he ahí la esperanza. El pasado sábado, en la Misa de beatificación de Álvaro del Portillo, el cardenal Amato lo dijo con estas palabras: «Ahora, más que nunca, necesitamos una ecología de la santidad. Los santos nos invitan a introducir en el seno de la Iglesia y de la sociedad el aire puro de la gracia de Dios, que renueva la faz de la tierra».
Vale la pena recordar cómo san Juan Pablo II, el Papa de la familia, según lo definió su sucesor Francisco en la Misa en que lo canonizó, señala este camino de la esperanza, para cada familia, y por tanto para toda la familia humana, en esa Carta magna de la familia que es la Exhortación apostólica postsinodal Familiaris consortio, de 1981: «En el designio de Dios creador y redentor, la familia descubre no sólo su identidad, lo que es, sino también su misión, lo que puede y debe hacer. El cometido, que ella por vocación de Dios está llamada a desempeñar en la Historia, brota de su mismo ser y representa su desarrollo dinámico y existencial. Toda familia descubre y encuentra en sí misma la llamada imborrable, que define a la vez su dignidad y su responsabilidad: familia, ¡sé lo que eres!». Y el Papa santo añade lo que había repetido aquel Sínodo, de octubre de 1980, tomado precisamente de la llamada que lanzó ya en su primer viaje, a México, en enero de 1979, al inaugurar la III Conferencia del CELAM, en Puebla, no dudando en definir como auténtica Iglesia a la familia, con la expresión acuñada en el Concilio Vaticano II: «La futura evangelización depende en gran parte de la Iglesia doméstica. Esta misión apostólica de la familia está enraizada en el Bautismo y recibe, con la gracia sacramental del matrimonio, una nueva fuerza para transmitir la fe, para santificar y transformar la sociedad actual según el plan de Dios», ¡el único verdadero plan humano! El único que puede hacerle recobrar su auténtico ser de familia humana.
El pasado domingo, en la Misa con los ancianos, el Papa Francisco mostraba, con toda su clara sencillez, cómo en la Iglesia está la verdadera respuesta a la crisis de la familia, que los hechos demuestran, una y otra vez, que se trata realmente de una crisis de fe. Decía el Santo Padre que «el Señor ha formado una nueva familia, en la que, sobre los lazos de sangre, prevalece la relación con Él y el cumplir la voluntad de Dios Padre». Y lejos de suplantar a esa familia de la sangre, ¡la lleva a su pleno cumplimiento! «El amor a Jesús y al Padre -seguía diciendo el Papa- lleva a cumplimiento el amor a los padres, a los hermanos, a los abuelos, renueva las relaciones familiares, ¡con la savia del Evangelio y del Espíritu Santo!».