El orden de la convivencia, quebrado tras la Segunda Guerra Mundial –así lo constató Pío XII–, sólo podría recuperarse gracias a la edificación de relaciones jurídico-políticas justas con el hombre, su dignidad y su vocación trascendente. Esta tarea ya no tenía que ver sólo con el ordenamiento interno de los Estados, sino con el orden internacional. Las diferencias entre los pueblos no se resolverían por la lógica de las armas, sino del diálogo, la negociación, el acuerdo y los tratados de obligado cumplimiento. Y no sólo por razones de necesidad, derivadas del potencial destructor de las armas atómicas y químicas, sino por la convicción cristiana profunda de que «la comunidad de origen, de redención cristiana y de fin sobrenatural que vincula mutuamente a todos los hombres» prohíbe que se lesione la libertad, la dignidad y la seguridad de ningún pueblo. Se hacía urgente institucionalizar las relaciones internacionales, someterlas a la ley moral, al Derecho de gentes y al Derecho internacional.
Por la fuerza de los hechos, Juan Pablo II se vio llamado por la Historia a profundizar en la doctrina de Pacem in terris y Gaudium et spes. El reto al que se enfrentó fue, y sigue siendo, justificar que en la correlación entre fuerza, Derecho y valores, el orden internacional no puede someterse a la lógica del derecho a la fuerza o imperio del más fuerte. El Derecho internacional, escribió Juan Pablo II en su Discurso al cuerpo diplomático, del 12 de enero de 1991, no es una prolongación de la soberanía interna, como tampoco un marco para la protección de los intereses de los Estados. La agresión de Irak contra Kuwait en agosto de 1990 pudo hacer creer a algunos que la guerra es el modo natural y exclusivo de reparar el derecho violado. Y, sin embargo, como el Papa recordó, han sido los propios Estados los que se han dotado de reglas universales de convivencia para evitar la ley de la jungla en un mundo en el que las acciones militares, con armas de efectos cada vez más devastadores, comprometen la supervivencia de las poblaciones y también del planeta.
Proteger a los más débiles
En el caso de recurrir a la fuerza por una causa justa, ¿dónde queda la proporcionalidad? ¿Cómo se garantiza la protección de los más débiles? ¿Quién fiscaliza la arbitrariedad del más fuerte? ¿Quién evita la mundialización del conflicto? 13 años más tarde, ante la Segunda Guerra del Golfo, la Santa Sede negó la legitimidad de la guerra preventiva y, una vez más, el Magisterio, sin negar el derecho de legítima defensa, fue taxativo: «La guerra nunca es un medio como cualquier otro, al que se puede recurrir para solventar disputas entre naciones. Como recuerda la Carta de la Organización de las Naciones Unidas y el Derecho internacional, no puede adoptarse, aunque se trate de asegurar el bien común, si no es en casos extremos y bajo condiciones muy estrictas, sin descuidar las consecuencias para la población civil, durante y después de las operaciones» (Discurso al cuerpo diplomático, 13 de enero de 2003).
De nuevo, Oriente Medio
Han pasado diez años y Oriente Medio se convierte, una vez más, en el posible objetivo de una intervención militar. Después de la guerra en Libia y de la condena sin paliativos lanzada por Benedicto XVI contra las atrocidades en Siria, es el Papa Francisco quien asume la misión pastoral y doctrinal de lanzar el grito doliente de la Iglesia. En una ofensiva sin cuartel, el Papa ha recurrido a la diplomacia, la oración, el ayuno y la palabra para situar la verdad cristiana en el justo centro del juicio sobre una posible intervención militar. El desarme de las conciencias, la apertura a la verdad del otro y a la verdad de la Cruz de Cristo, así como la mirada fija en los desastres vividos en Siria deberían conducir necesariamente a optar radicalmente por la paz y a materializar esta opción en forma de asistencia humanitaria, negociaciones y encuentros multilaterales.
No hay marcha atrás en el planteamiento doctrinal que, desde Benedicto XV hasta nuestros días, ha condenado la guerra como violación del orden de la creación que Dios ha dispuesto para todos los hombres y todos los pueblos. La guerra es un atentado contra el hombre y contra Dios. ¿No es esto lo que el Papa Francisco nos recordó en la pasada Vigilia de oración? Ésta es la convicción de un cristiano, cuyas consecuencias son claras y manifiestas: elegir el bien y renunciar a las seducciones del mal. Así de radical es la doctrina de la Iglesia sobre la paz en el orden de la convivencia y, por eso, así de contundente es la condena de la guerra.