La devoción mariana que surgió gracias a la yihad
Una de las devociones marianas más populares en todo el mundo es la de Nuestra Señora del Carmen. De Oriente Medio a España, de Londres a Hispanoamérica, millones de personas rezan a la Madre del Carmelo. Lo que pocos saben es que, de no haber sido por la persecución del islam, esta advocación quizás no habría salido de un pequeño oratorio para ermitaños
Unos 900 años antes del nacimiento de Cristo, desde la oscura y rugosa cueva en la que vivía a las faldas del Monte Carmelo, el profeta Elías imploró a Yavhé que acabase con la sequía que azotaba Israel. A su oración, Dios respondió formando sobre el mar que baña la costa de Haifa una pequeña nube, que comenzó a descargar la lluvia como una gracia del cielo, según recoge el Primer Libro de los Reyes. La tradición narra que, casi desde los días de Elías, se instalaron ermitaños en las cuevas del Monte Carmelo para dar culto a Yahvé, con oración, ayuno y penitencia. Tras el nacimiento, muerte y resurrección de Jesús, los primeros cristianos no tardaron en asentarse en aquellos eremitorios, y pronto vieron en la imagen de la nube de Elías la representación de María, una stella maris, estrella del mar, que descarga sobre los hombres la lluvia de gracia al alumbrar a Cristo.
Durante la Edad Media, poco a poco fueron llegando peregrinos europeos a Tierra Santa, y algunos laicos franceses, ingleses, españoles e italianos se sumaron a la pequeña comunidad del Carmelo. Entre los siglos X y XI, aquellos hombres constituyeron un pequeño cenobio, en el que cada uno vivía en su cueva pero compartían ratos de oración comunitaria en una pequeña iglesia situada en medio de las celdas, junto a una fuente. Ermita que dedicaron a María, en quien reconocían la tradición bíblica de la Mater et Decor Carmeli, la Madre y Hermosura del Carmelo. Sin embargo, la victoria que las tropas mahometanas del sultán Saladino cosecharon contra los cruzados cristianos en los Cuernos de Hattin, a orillas del lago de Tiberiades, iba a cambiarlo todo.
Corría el año 1187, y a golpe de cimitarra y alfange, el ejército musulmán aplastó a los cristianos y comenzó a hostigar hasta la muerte a todo el que perteneciese al pueblo de la cruz. También a los ermitaños del Monte Carmelo. Estos, con su sayón pardo y su imagen de María, fueron regresando a sus países de origen para establecer los primeros carmelos en Chipre, Sicilia, Inglaterra, Francia, España… La vida de la Orden sufrió varias y notables modificaciones para adaptarse a los nuevos entornos, pero su primacía mariana a la hora de llevar a los hombres a Cristo no cesó jamás. De hecho, en el siglo XIII, cuando los carmelitas estaban a punto de perder su carisma inicial para terminar siendo como las nuevas órdenes mendicantes (franciscanos, dominicos…), la propia Virgen del Carmen entregó su escapulario a san Simón Stock en el convento de Aylesford, no lejos de Londres, para ratificar su misión contemplativa…, y mariana.
En doscientos años, aquella advocación mariana que sólo se conocía en un pequeño cenobio de Tierra Santa se expandió, a causa de Saladino y su guerra santa, por toda Europa. En los siglos siguientes, sobre todo en el XVI y en el XVII, los misioneros y navegantes españoles, ingleses y franceses llevaron el amor a la Virgen del Carmen hasta las Indias y el Nuevo Mundo, Asia y América, y más tarde a África y a Oceanía. Y así, sostenidos por la sangre de los mártires, sobre las aguas del mar u ocultos en clausura, hoy el pueblo de la cruz entona por los cinco continentes la oración que no pudo acallar el sable de la yihad: ¡Virgen del Carmen, vos sois mi Madre!