La crisis esconde una quiebra de las conciencias - Alfa y Omega

La crisis esconde una quiebra de las conciencias

Un nuevo Adviento. Un nuevo año para la esperanza: así titula nuestro cardenal arzobispo su exhortación pastoral de esta semana, en la que escribe:

Antonio María Rouco Varela

Hemos comenzado un nuevo tiempo de Adviento. Esperamos de nuevo que el Salvador venga: ¡el verdadero Salvador del hombre! No a alguien o a algo que se presente o se nos presente como una fórmula pensada y construida por los hombres –social, cultural, ideológica y/o política–, capaz de abrir al ser humano, visto tanto en la irreductible individualidad de la persona, como en el conjunto de la sociedad, un camino para vencer el mal en sus expresiones más desoladoras moral, física y espiritualmente, es decir: la maldad del corazón, la enfermedad y la muerte. Toda propuesta de liderazgos humanos, o de sistema socio-económicos y políticos con la pretensión de ser y poder ser los que tienen la llave teórica y práctica de solución de los problemas fundamentales de la vida del hombre en la tierra y en la Historia, es engañosa, cuando no falaz. El hombre no es el salvador de sí mismo. ¿Cómo no recordar los trágicos resultados de los falsos mesías y mesianismos del siglo XX? ¡El hombre no es el dueño absoluto ni de su ser ni de sus obras! Cuando en el origen de la Historia intentó hacerlo, se precipitó en el abismo del pecado: de la muerte del alma y de la muerte del cuerpo. La gran tarea a la que había de dar respuesta y forma en el ejercicio responsable de su libertad ya no podía ser otra que la del arrepentimiento y la apertura humilde y confiada del corazón al amor misericordioso de Dios. Sólo en Dios podía depositar su vida, su futuro, su destino, su esperanza.

Dios, el Creador, desde la hondura insondable de su infinito amor –Dios es Amor– vino a su encuentro y se apresuró a socorrerlo. No para eximirlo del deber de asumir la responsabilidad de corresponderle libremente escuchando su Palabra y siendo fiel a la Alianza ofrecida, sino para despejarle el camino del conocimiento del bien y la posibilidad de quererlo y de hacerlo vida propia. ¿Cómo fue la primera acogida, por parte del hombre, del Dios que se compadece, que se le acerca, que quiere llevarle a la tierra prometida? En buena medida: ¡decepcionante! La infidelidad será la reacción más frecuente del pueblo elegido a la guía y a la intervención de Dios, su Creador y Señor. En cambio, Dios responde con más amor. Responde con una muestra inaudita e insuperable de su amor misericordioso, enviando a su propio Hijo al mundo, que toma carne en el seno de la Virgen María, se hace hombre, muere por el hombre y, resucitado de entre los muertos, derriba definitivamente los obstáculos que el poder del mal había interpuesto a la entrada de su gracia en el corazón y en la conciencia de los hijos de los hombres. Su presencia se hace actualidad, siempre viva, a través de todas las épocas de la Historia, por la Iglesia y en la Iglesia; en este año litúrgico que comienza, una vez más.

Fascinante, pero a ras de tierra

El Señor, el Mesías prometido, el Hijo de Dios que quiso ser hijo del hombre, llega de nuevo para iluminar las mentes y ablandar los corazones de los hombres y de la sociedad de nuestro tiempo. Muchos de ellos, ciegos y obcecados por los ídolos de una civilización que se mueve y progresa fascinantemente, pero siempre a ras de tierra; dejando a las personas y a las familias abandonadas a la soledad y al vacío interior: ¡a la incapacidad para amar y ser amados! La crisis económica, enormemente dolorosa, esconde una quiebra de las conciencias y un endurecimiento de los corazones que urge curar y salvar, abriendo el interior del hombre –¡su alma!– a la luz de la fe y al arrepentimiento de nuestros pecados. En su raíz última, son siempre un No al amor de Dios. No hay otra fórmula para recuperar la esperanza de la salida, no sólo de una crisis temporal y pasajera que nos aflige en esta encrucijada tan difícil de la Historia contemporánea, sino, sobre todo, de la crisis que amenaza siempre al hombre al no querer ver, reconocer y afirmar cuál es su fin –la vida en Dios, la gloria de Dios–, cómo se llega a él y cuál es el camino para conseguirlo: Jesucristo, el Enviado del Padre que está en los cielos. De recibirle o no recibirle depende nuestra salvación.

Una nueva ocasión se nos ofrece para ello con el comienzo de un nuevo Año litúrgico, con un nuevo tiempo de Aviento. Vivido con el espíritu penitencial de la Misión Madrid y con su impulso evangelizador, podremos sostener, con toda la clara firmeza de la fe de la Iglesia, que alborea un nuevo año para la esperanza. Unidos interiormente, con la devoción y la plegaria filial, a María, a la Inmaculada Virgen María, la del primer y fundamental al Hijo de Dios, que quiso encarnarse en su seno virginal, sabremos cómo recibirle en ésta su renovada venida del año 2012. Con ella, siguiéndola por la senda de la sencilla humildad del corazón, los frutos de conversión y del florecimiento de numerosos testigos del Evangelio para la Misión Madrid serán abundantes. A María, Nuestra Señora de la Almudena, nos encomendamos en este Adviento del 2012, tan decisivo para asumir con generosidad y entusiasmo apostólico el mandato pontificio de la nueva evangelización en Madrid, para Madrid y para toda España.