La carrera más difícil es quedarse quieto
Los cardiólogos alertan de que la gente le está perdiendo el miedo a retos que no son fáciles. Los corredores de las primeras filas son profesionales. Pero, ¿qué pasa con esos últimos miles que no salen en la foto?
Correr sin necesidad es quizá la prueba más evidente de que vivimos en el primer mundo. Nuestros pueblos y ciudades se llenan cada fin de semana de pruebas de todo tipo. La moda ha llegado incluso a la manera de referirse a las distancias. Ahora participamos en un 5K o en un 10K y uno no sabe si se enfrentará a 10.000 metros de carrera o al algoritmo de Instagram. ¿Pero a dónde vamos cuando corremos? ¿Cuál es nuestra meta? Puede ser: cruzar la línea final, tener un chute de adrenalina impagable, demostrarse algo a uno mismo, qué sé yo, sentir que somos capaces.
Mi vida es hoy muy ruidosa. En mi pantalla conviven apaciblemente las novedades de la guerra de Ucrania y el vídeo viral de Montoya; son notificaciones homologables. La tecnología ha democratizado la jerarquía informativa. Todo es lo mismo: gota a gota, mi cabeza se va llenando de contenidos irrelevantes mezclados con datos que pueden explicar una guerra. Necesito entender y un instante de calma. Así que me voy a correr. Pruebo a hacerlo en silencio, pero me falta algo; correr solo no basta. ¿Y mi estímulo? Así que me pongo la lista de canciones Novedades Viernes; pero la tercera no me gusta, el estribillo se retrasa y no lo soporto. Cojo el móvil mientras trato de no tropezarme, sorteando coches, con mis zapatillas de 140 euros y un cortavientos chulísimo que vi en un reel, quito la música y me pongo un pódcast, se me cae el móvil, paro, resoplo. ¿Dónde está la paz que me prometieron? Me pregunto, entonces, si en vez de llegar a la meta, estoy más bien huyendo. ¿Pero de qué? No hace mucho que cumplí los 40, y el espejo ya no me devuelve una vida-proyecto, sino una sutil colección de renuncias bien vestidas.
El pasado fin de semana, 24.000 personas participaron en la media maratón de Madrid. Un corredor de 38 años se desplomó a pocos metros de la línea de meta. Sufrió una parada cardiorrespiratoria y falleció poco después. Seguro que este hombre se había preparado y que la mala suerte hizo de las suyas. Sin embargo, los cardiólogos alertan de que la gente le está perdiendo el miedo a retos que no son fáciles. 21 kilómetros, ya no digo 42, es una distancia que no se puede afrontar solo con el deseo. Requiere de entrenamiento, planificación y prudencia. El deporte es salud, pero puede degenerar en un engaño masivo, una huida de aquello que no quiero mirar, del horror vacui, una gota más en la cascada del ruido.
Todas esas personas que se agolpan en la línea de salida tienen la meta en la cabeza. Saben con exactitud qué velocidad llevar para cumplir su objetivo, que han medido con precisión matemática. Los corredores de las primeras filas son profesionales: sus zapatillas están testadas, han desarrollado una técnica adecuada para pisar, se han alimentado correctamente, han descansado. Pero, ¿qué pasa con los últimos miles que no salen en la foto? ¿Qué pasa con esa gente que corre por no mirar atrás, por no mirar adentro? Lo leí hace tiempo: la carrera más difícil del mundo consiste en quedarse quieto, sentado sobre uno mismo.