La carne humana es la vida de Jesús - Alfa y Omega

La carne humana es la vida de Jesús

Solemnidad del Corpus Christi / Juan 6, 51-58

Juan Antonio Ruiz Rodrigo
Pan de Vida. Andrei Mironov.

Evangelio: Juan 6, 51-58

En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo». Disputaban los judíos entre sí: «¿Cómo puede este darnos a comer su carne?». Entonces Jesús les dijo: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. Como el Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre, así, del mismo modo, el que me come vivirá por mí. Este es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre».

Comentario

Celebramos este domingo la solemnidad del Cuerpo y la Sangre del Señor. Es el sacramento visible de su presencia en medio de nosotros; es la ocasión para comprender con mayor profundidad el gran misterio de la Eucaristía y para adorar el cuerpo y la sangre del Señor, el cuerpo que Él ha entregado y la sangre que ha derramado por todos, habiéndonos amado hasta el extremo.

La página del Evangelio de Juan que proclamamos este domingo es una de las más escandalosas de todos los Evangelios e incluso puede resultar repugnante para quien no vive en intimidad con el Señor. Quien lo escribió luchó para que la gente entendiera el mensaje que tenía que decir frente a una fe que no aceptaba la humanidad, la carne humana en su debilidad como lugar de encuentro con Dios. Sin embargo, según el cuarto Evangelio, Dios ha querido que su manifestación definitiva fuera la humanidad en la débil carne de Jesús (cf. Jn 1, 14.18), un galileo que iba camino de la muerte.

Jesús dijo: «Yo soy el pan vivo bajado del cielo. Si alguno come de este pan, vivirá para siempre y el pan que yo le daré es mi carne para la vida del mundo». Este anuncio sonaba como una pretensión intolerable, una afirmación inadmisible y, como tal, dio lugar a murmullos y discusiones (cf. Jn 6, 41-42). Así surgió una verdadera discusión entre los oyentes de Jesús: «¿Cómo puede este darnos a comer su carne?». Pero Jesús les respondió con expresiones aún más escandalosas, haciendo más duro su anuncio: «Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis la vida eterna».

Ya era un escándalo pensar en poder comer la carne del Hijo del hombre, pero beber la sangre es una acción gravemente pecaminosa, prohibida por la ley y, por tanto, repugnante para los creyentes en la alianza de Moisés. No había duda sobre eso. En efecto, en la Torá está escrito: «Cualquier hombre, hijo de Israel o extranjero, que comiere cualquier tipo de sangre, volveré mi rostro contra el que haya comido sangre y lo eliminaré de su pueblo. Porque la vida de la carne está en la sangre» (Lv 17, 10-11). El judío sabía que la humanidad hasta los días de Noé no se había alimentado con carne de animales, sino solo con vegetales, y que únicamente después del diluvio Dios había permitido y tolerado la carne animal como alimento, pero bajo una condición: «Pero carne con su vida, que es su sangre, no comeréis» (Gn 9, 4). Este mandamiento, que indica el respeto a la vida representada por la sangre, era tan importante que los apóstoles lo guardarán también para los cristianos procedentes de los gentiles (cf. Hch 15, 20.29; 21, 25). Sin embargo, Jesús anuncia que, para participar en la vida eterna, en la misma vida de Dios, para conocer la salvación, ¿es necesario comer —«masticar», según el sentido literal— la carne del Hijo del hombre y beber su sangre? ¿Por qué este realismo en las palabras de Jesús, unas palabras que no resuenan ni en los otros Evangelios ni en el resto del Nuevo Testamento? ¿Por qué este lenguaje precisamente en el Evangelio de Juan, que no menciona la institución eucarística, sino que la sustituye con el relato del lavatorio de los pies (cf. Jn 13, 1-17)? Ciertamente el autor de esta página del Evangelio usa un lenguaje que quiere afirmar que compartir el pan y el cáliz de Jesucristo es compartir su cuerpo y su sangre. Pero es más, pretende profundizar en la comprensión de la Eucaristía.

Estas palabras en el capítulo 6 de Juan nos dicen que la encarnación del Hijo de Dios, la resurrección de la carne y la Eucaristía expresan juntas el misterio de nuestra salvación. En la pobre y miserable carne que somos, allí mismo nos encontramos con Dios, porque en Jesús «habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad» (Col 2, 9). Carne para «masticar» y sangre para beber son la condición en la que Jesús se entrega a nosotros, en la que Dios se da a nosotros, alcanzándonos donde estamos. Y al entrar en nosotros, la carne y la sangre de Cristo nos transforman produciendo lo que para nosotros es imposible: convertirnos en hijos de Dios en el Hijo entregado. Quien come la carne de Cristo y bebe su sangre vivirá para siempre en comunión con Él. Por tanto, lo que comemos y gustamos de Jesús en la Eucaristía es nuestra vida.

Somos el «nuevo pueblo» en el desierto de la vida, un desierto en el que no estamos solos, porque Dios se hace nuestro alimento en el camino. Que el misterio que celebramos sobre el altar se convierta de verdad para todos nosotros en un estilo de vida, haciéndonos don gratuito para los demás, en medio de nuestro mundo tantas veces roto y herido por el odio y el rencor. ¡Feliz domingo del Cuerpo y la Sangre del Señor!