Como cualquier hombre, los cristianos preguntamos por el sentido de nuestra existencia. Es condición del hombre contemplar lo que le rodea, naturaleza o historia, sabiendo que somos las únicas criaturas que pensamos en el mundo y en el tiempo sin limitarnos a formar parte de ellos. Somos sujetos en los que los acontecimientos se idealizan, somos cuerpos en los que el tiempo cobra forma, somos espíritus en los que la realidad se piensa. Y no nos resignamos a la tensión impasible de la tierra, al paso indiferente de los días. No soportamos que nos envuelva un aire sin motivo, que a nuestros pies yazca la tierra silenciosa, que se escape entre nuestras manos la duración inconsciente de la vida.
Ante todo hombre se alza una interpelación rotunda, erguida en cada momento de sufrimiento o de alegría, en cada circunstancia que turba nuestras emociones y que, alejándonos del tedio y la rutina, nos exige comprender radicalmente lo que somos. La diferencia entre el cristiano y el resto de los hombres radica en que nuestra perspectiva y, por tanto, nuestra respuesta, no son ni parciales ni totalitarias. Son completas, perfectas. No nos recluyen en visiones fragmentarias conformistas, ni nos empujan a una ambición delirante que quiera subordinar la experiencia humana a un proyecto en el que el individuo no es nada, bajo el dominio de las abstracciones de clase, nación o raza. Cada uno de nuestros actos se entiende en un gran diseño universal, en una eternidad que incluye a todas las criaturas de Dios, en una infinitud donde toma perfil propio la vida de cada persona.
Expresión permanente de la fe
Si cada uno de nuestros sentimientos, si cada uno de nuestros actos se comprende en este tejido perfecto y trascendente, la caridad de los cristianos habrá de adquirir un sentido propio, una sustancia diferente a la mera solidaridad de quienes no creen. Cualquier hombre puede llegar a compadecer a quienes sufren, ofrecerles su aliento y su trabajo, luchar por la justicia y alzarse contra la miseria de sus contemporáneos. Se trata de actitudes voluntariosas y admirables, recuerdo constante de su inclinación al bien. Pero su raíz es una fraternidad que acaba en el mismo tiempo en que se ejerce, concluye en su propia realización. Se origina en la encomiable afirmación de la igualdad de los ciudadanos, en su posesión de derechos irrevocables, en las declaraciones de garantías sociales y la promulgación de decretos que las reglamentan. Parte de una solidaridad nacida en el corazón bondadoso de la gente, cuya decisión de ayudar a cualquier hombre necesitado procede del escándalo de la pobreza, la enfermedad y la violencia.
Pero la caridad de los cristianos, la caridad bien entendida, tiene un carácter distinto. El amor a los demás no es una decisión tomada ante circunstancias dolorosas. Es una expresión permanente de nuestra fe. Creemos que solo se es hombre, que solo se es una criatura de Dios si nuestra existencia está determinada por el amor. Lo que en otros es elección, en los cristianos es condición. Nuestra caridad no es la solidaridad de los no creyentes, por apreciable que resulte. Son semejantes, pero no idénticas. El amor es la razón íntima de nuestra vida, procedemos de él, somos parte de él. El amor nos permite ser hombres completos, nos inserta en el acto de la Creación, manifiesta nuestra esencia inmortal. Sin la caridad, un cristiano deja de ser el hombre que es. Obtura los recursos de su alma, desfigura los rasgos de su libertad, olvida las raíces de su condición moral. Un hombre insolidario es un miserable confinado en una sucia soledad. Un cristiano sin amor es una contradicción viviente, la negación de uno mismo, una paradoja insoportable.
La compasión que trasciende el sentimentalismo
Porque Dios es amor, el cristiano se enfrenta al dolor de sus semejantes con la posesión del significado completo de su existencia que solo concede nuestra fe. De hecho, todas las actitudes humanistas de Occidente se basan en la herencia del cristianismo, aunque sean proclamadas desde posiciones agnósticas. Porque en el cristianismo se concibió la igualdad radical de los seres humanos, su vida sagrada, su dignidad invulnerable. Y porque solo en el espacio regado con las lágrimas y la sangre de los mártires, con el ejemplo de los apóstoles y con el pensamiento de los teólogos, pudo alzarse una civilización en la que creyentes y no creyentes han construido su respeto a la esencia libre y digna del hombre. «La verdadera compasión trasciende al mero sentimentalismo. Es una especie de identificación con la pena ajena y, por tanto, es un acto esencial de amor», proclamó el Papa Ratzinger. La caridad no es tender hacia el otro, hacia el distinto, hacia el opuesto, nuestra tristeza solidaria. La caridad es saberse miembro de una comunidad trascendente en la que nadie puede ser otro, en la que todos somos parte de un cuerpo místico, de un misterio del espíritu cuyo aliento descifra la existencia de Dios.