El Concilio Vaticano I fue interrumpido violentamente en 1870 por las tropas italianas, que desalojaron a cañonazos a sus eminencias como estorbos que impedían la unidad política de la península. Casi cien años después, el Vaticano II no solo pudo rematar tranquilamente sus deliberaciones sino que se convirtió en auténtico centro de atención del mundo. Fue, asimismo, el acontecimiento que abrió un nuevo y decisivo itinerario en la Iglesia en España, donde solo la Guerra Civil había tenido un efecto mayor.
Tras el pontificado de Pío XII, la Iglesia necesitaba hacer un balance general de la situación y aceptar el veredicto de los tiempos. Llevaba Juan XXIII tres meses al frente de la barca de Pedro, y había madurado solitariamente la idea de un Concilio cuando, en enero de 1959, anunció su decisión de convocarlo. En contraste con la fría acogida de la noticia entre los cardenales, el júbilo de la opinión pública manifestaba la esperanza de millones de hombres y mujeres en una renovación largamente aplazada. La asamblea prevista se llamaría Vaticano II, adelantó en seguida el Papa. Se trataba de un Concilio nuevo y no de la continuación del interrumpido un siglo antes, como hubiera deseado la Curia, auténtica maquinaria político-administrativa, encargada de velar por el funcionamiento material de un destino espiritual. Por definición, los concilios son temidos entre los curiales, debido a su proclividad histórica a desatar pasiones, enemistades y aun cismas. Y hace falta una valentía rayana en la temeridad para atreverse a promover la libertad dentro de la ortodoxia vaticana, invitando a ella a quienes desean alumbrar las incertidumbres del futuro.
La senda del aggiornamento
En paralelo a la preparación del Concilio, nuevas formas de religiosidad surgían del esperanzado mundo cristiano en las que el factor ético ganaba terreno al rito. Los libros del antropólogo jesuita Theilhard de Chardin contagiaban de optimismo religioso a la avanzadilla cristiana: «En nombre de nuestra fe, tenemos el derecho y el deber de apasionarnos por las cosas de la tierra». El fermento evangélico de una minoría se reconciliaba con el pensamiento marxista al reconocer la íntima unión entre las condiciones materiales de la sociedad y el entramado filosófico y religioso. Si la jerarquía eclesiástica hubiera tomado el pulso a sus fieles heterodoxos o marginados antes de viajar a Roma, muchas de las sorpresas del Vaticano II se habrían evitado.
Por fin, el 11 de octubre de 1962, el Papa Juan XXIII abrió el XXI Concilio Ecuménico con unas palabras ilusionantes que hicieron bascular la asamblea hacia posiciones abiertas y sirvieron para dar ánimo a los representantes de las tendencias más renovadoras, que, a lo largo de las sesiones, fueron creciendo hasta convertirse en mayoritarias. El Concilio habría de elegir la senda del aggiornamento, lo que suponía la aceptación del mundo con sus desvaríos y posibilidades y el «admirable progreso de los descubrimientos del ingenio humano». Personalidades de la teología, alejadas del círculo romano, pudieron participar en la redacción de los textos que aprobarían los obispos, siendo su impronta decisiva en el giro aperturista de las labores iniciales. A pensadores como Congar, De Lubac, Rahner, Schillebeecks, Philips o Von Balthasar debe la Iglesia del Vaticano II su imagen más reconciliada con el mundo.
El Vaticano II se extendió hasta su clausura por Pablo VI, el 8 de diciembre de 1965, a través de cuatro períodos o sesiones, con un índice de participación efectiva de en torno a los 2.100 mitrados. Los 77 obispos llegados de España, los más viejos de la asamblea, se presentaron con un modestísimo equipaje de reflexión intelectual y apenas se les oyó. La reunión «nos cogió a los obispos españoles fuera de juego», escribe el cardenal Tarancón, que atribuye el despiste, entre otras razones, al entorno del franquismo en que se movían.
Por medio de 16 textos de diferente rango, la teología renovadora se manifestó en el abandono de la altivez, en la insospechada posibilidad de que la Iglesia admitiera alguno de sus pecados y en la necesidad de moderar incluso su infalibilidad. La revolución consistió en aceptar la modernidad, sin malos gestos, y desautorizar las anteriores posiciones intransigentes, todavía en el momento preciso de reparar los lazos ya muy débiles entre la institución cristiana y un humanismo tantas veces anatematizado.
Desde el alborozo que proporcionaba la contemplación de un mejor mundo posible, el nuevo magisterio de la Iglesia se ofrecía a la humanidad para construir un orden más armónico y feliz después de las catástrofes deshumanizadoras del siglo XX. Por ello, el Vaticano II es, sobre todo, una declaración de paz entre Dios y el hombre, que contribuye a enderezar el rumbo de un catolicismo que, a partir de ahora, busca su acreditación con ejemplos terrenales impidiendo la construcción de nuevas cavernas y cerrando el paso al anticlericalismo que no supieron atajar los predecesores de Juan XXIII.