En las raíces del reino - Alfa y Omega

Hace solo dos semanas me refería en este semanario a la necesidad de afirmar nuestra esperanza de salvación en la presencia de Jesús en la tierra. Porque fue de este modo, a través de la vida del Hijo del Hombre, de su muerte personal y de su gloriosa resurrección, como hubo de manifestarse la misericordia de Dios y la promesa de nuestra propia eternidad. Frente a quienes postergaban la experiencia histórica de Cristo hay que tender la mano a la generosa e imprescindible existencia del humilde galileo. Hay que acercarse a su ternura y a su indignación, a su entusiasmo y a su sufrimiento, al resplandor de su palabra liberadora, a su temor febril ante la imagen del calvario, a su tranquilo coraje en defensa de la Verdad frente al estúpido relativismo de Pilato. Este es el Dios hecho Hombre, cuya figura en el tiempo no puede dejarse en manos de quienes creen posible una redención desvinculada del milagro de la encarnación, y reducen el Evangelio a un programa agotado en la vida terrenal, alejado de orígenes y propósitos de eternidad.

Ha querido la dureza de los enfrentamientos políticos que esta defensa del Jesús histórico tenga que tomar nuevo impulso precisamente a pocos días de celebrarse el aniversario de su nacimiento. Hasta la Navidad, en efecto, ha dejado de ser respetada como el momento de intensa comunión cristiana en que se nos devuelve la imagen amorosa del Niño en su pesebre. Ya no es solo el espectáculo de comercialización y despilfarro, tan dañino para la rectitud moral de estas fiestas, que habría de tensar la línea de un gozo espiritual limpio y exigente. Además, se pretende su desvinculación completa de lo que desde hace siglos conmemoramos, convirtiéndolas en simple celebración del final de un año y del inicio de otro, para romper una tradición inseparable de nuestra conciencia colectiva de seres libres, esperanzados y redimidos porque el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros.

Las reacciones a un discurso navideño de Isabel Díaz Ayuso han permitido advertir la tediosa y rutinaria agresividad de un pretendido laicismo que no es más que el modo cobarde y falsario de atacar al cristianismo en nuestro tiempo. Precisamente porque no se trata, en el fondo, de laicismo, sino de pura y simple voluntad de liquidar una herencia de fe sin la que nuestra cultura resulta ininteligible. Cuando la presidenta de la Comunidad de Madrid dijo que con el cristianismo arrancaba la civilización occidental, irrumpió en la escena la insoportable levedad del mundo virtual, atestado de mensajes fáciles, fatuos y tramposos. De repente, personajes de la antigüedad clásica, desterrados de las aulas por los programas educativos que se empeñan en dotar a los adolescentes solo de habilidades técnicas, pero no de conocimientos humanísticos y científicos, inundaron un espacio de airada respuesta, dirigida menos a Isabel Díaz Ayuso que a la propia relación entre el cristianismo y nuestra civilización. Incluso los jardines de Babilonia y los sepulcros faraónicos apostaron su vejez en aquella conjura de los necios, como si se tratara de un concurso de longevos que estableciera el origen de la Navidad suplantando a Jesús.

Nuestra idea de la civilización

No entraré aquí en lo que menos me corresponde, que es el debate político de corto plazo con el que, sin duda, algo habrá tenido que ver el cúmulo de sarcasmos propinado a la presidenta. Pero sí debo hacerlo en la denuncia de nuestra precariedad intelectual y osada insolencia. Desde luego, ha habido civilizaciones previas a la aparición del cristianismo. En unas, admiramos la inteligencia y la belleza; en otras, la razón y la pasión al servicio del conocimiento, de la ciudadanía y del derecho, pero en ninguna de ellas habitaron las ideas fundamentales de la libertad, la igualdad, la búsqueda de la verdad, el amor al prójimo y la exigencia de la justicia pregonadas por el cristianismo.

Al acercarnos a la Navidad, a nuestra Navidad, volvemos a afirmar las raíces cristianas de nuestra cultura, recordando cómo ese mensaje evangélico que se sembró en la periferia del Imperio romano contenía una idea universal del hombre, de sus derechos y de sus deberes. Y las palabras de Jesús se convirtieron en un pensamiento que absorbió lo mejor de la herencia clásica para derramarse en sucesivas oleadas de la conquista espiritual y material del mundo, preservando principios esenciales por encima de servidumbres de coyuntura y de espantosas quiebras de rectitud de los creyentes. Y esas palabras nos resultan tan sencillas, tan verdaderas, tan próximas, porque en ellas se encuentra nuestra idea de la civilización. No es otra que la de un largo perfeccionamiento del hombre para hacernos dignos de aquel Hijo de María, que nació en estas fechas para vivir, morir y resucitar por todos nosotros.