«Yo sé que mi marido me quiere, pero ¡me gustaría tanto que me lo dijera alguna vez!»: así se expresaba una sencilla mujer desahogándose en el confesionario. Justamente, ese deseo tan profundamente humano, y en definitiva el deseo de vivir, y vivir en plenitud, explica de modo admirable por qué ha querido el Señor instituir el sacerdocio. Podemos saber perfectamente que Dios nos quiere, y sin embargo, ¿no necesitamos acaso que nos lo diga cara a cara, de un modo realmente humano?; ¿y no necesitamos acaso ver y tocar y recibir, de un modo realmente humano, esa Vida divina que anhela el corazón de todo hombre y mujer, y que el mundo entero es incapaz de darnos?
«El sacerdocio no es un simple oficio, sino un sacramento»: lo dijo Benedicto XVI en su homilía de la Misa de clausura del Año Sacerdotal, el pasado viernes, solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús. Sí, un sacramento, un signo visible de la misma Presencia de Cristo: el sacramento de la audacia de Dios, en luminosa expresión del Papa, que explicaba a continuación: «Dios se vale de un hombre con sus limitaciones para estar, a través de él, presente entre los hombres y actuar en su favor. Esta audacia de Dios, que se abandona en las manos de seres humanos; que, aun conociendo nuestras debilidades, considera a los hombres capaces de actuar y presentarse en su nombre, esta audacia de Dios es realmente la mayor grandeza que se oculta en la palabra sacerdocio», pues el sacerdote, en verdad, es alter Christus, Cristo mismo que sigue, de carne y hueso, con los hombres todos los días hasta el fin del mundo, para darnos su Cuerpo y su Sangre, ¡la Vida!, y decirnos su palabra de perdón. ¡Nunca pudo nadie imaginar un Dios tan asombrosamente cercano!
El Señor es mi pastor, nada me falta: el salmo de la liturgia del día del Corazón de Jesús lo proclamó gozoso Benedicto XVI, «porque Dios está presente y cuida del hombre. Él cuida de mí. No es un Dios lejano». El Dios único de las religiones del mundo «era bueno, pero lejano. No constituía un peligro, pero tampoco ofrecía ayuda. Por tanto, no era necesario ocuparse de Él. Extrañamente —añadió el Papa—, esta idea ha resurgido en la Ilustración. Se aceptaba que el mundo presupone un Creador. Este Dios, sin embargo, habría construido el mundo, para después retirarse de él. Dios es sólo un origen remoto. Muchos, quizás, tampoco deseaban que Dios se preocupara de ellos. Pero allí donde la cercanía del amor de Dios se percibe como molestia, el ser humano se siente mal». ¿Y cómo podría sentirse de otro modo sin la mano cercana de Dios omnipotente y misericordioso? Ésa es, exactamente, la mano del sacerdote, consagrada el día de su ordenación.
¡Qué inmenso don! ¡Y qué inmensa responsabilidad! Lo recordaba Benedicto XVI en su carta para la convocación del Año Sacerdotal, con las palabras del santo Cura de Ars: «¡Qué grande es el sacerdote! Si se diese cuenta, moriría… Dios le obedece: pronuncia dos palabras y Nuestro Señor baja del cielo al oír su voz y se encierra en una pequeña hostia… ¡Después de Dios, el sacerdote lo es todo!… Él mismo sólo lo entenderá en el cielo… Sin el sacerdote, la muerte y la pasión de Nuestro Señor no servirían de nada. ¿De qué nos serviría una casa llena de oro, si no hubiera nadie que nos abriera la puerta? El sacerdote tiene la llave de los tesoros del cielo: él es quien abre la puerta». Asombra, ciertamente, la audacia de Dios poniendo este don tan inmenso del sacerdocio en vasijas de barro. Se entiende bien que el Papa lance con fuerza a los sacerdotes «el llamamiento a la conversión», y a «dirigir con humildad una súplica apremiante e incesante al Corazón de Jesús para que nos preserve del terrible peligro de dañar a aquellos a quienes debemos salvar».
Pero esta audacia, no lo olvidemos, ¡es de Dios!, y Él es más grande y más fuerte que todo el mal del mundo. Su amor infinito no ha dejado, ni dejará, de hacer obras grandes aun con los instrumentos más pobres y frágiles, y sin duda mostrando, también con asombrosa frecuencia, la santidad de sus sacerdotes. «¿Cómo no recordar —decía Benedicto XVI al convocar el Año Sacerdotal— a tantos sacerdotes ofendidos en su dignidad, obstaculizados en su misión, a veces incluso perseguidos hasta ofrecer el supremo testimonio de la sangre?». Así es la audacia de Dios, la sabiduría de la Cruz. Su nombre es Amor.