La alegría de la espera - Alfa y Omega

La alegría de la espera

IV domingo de Adviento

Daniel A. Escobar Portillo
‘Anunciación’. Vidriera en la iglesia de Santa María en Willmar, Minnessota (Estados Unidos). Foto: CNS

Tras dos semanas en las que el personaje que cobraba mayor protagonismo era Juan Bautista, nos encontramos ante el cuarto domingo de Adviento, el domingo mariano por excelencia, en el que el Evangelio propuesto es el relato de la anunciación del Señor. Si anteriormente hemos insistido en que la importancia de Juan radicaba en la preparación de la llegada del Salvador, ahora percibimos de un modo más nítido cómo María colaborará de modo más profundo. Su misión no será la de indicar dónde está el Hijo de Dios y Salvador de la humanidad, sino nada menos que llevarlo en sus entrañas. Sabemos, por otra parte, que esta elección por parte de Dios había sido preparada años antes, ya en su Inmaculada Concepción, como conmemorábamos hace pocos días.

«Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» son las primeras palabras que María escucha del ángel Gabriel. El primer mensaje, pues, es de profunda alegría. Con ello se nos está indicando que la realidad inaugurada con la encarnación del Señor nos ofrece una verdadera buena noticia, que conforma el significado etimológico de la palabra Evangelio. La irrupción de Dios en la historia es la mejor noticia que jamás el hombre ha podido soñar. Sabemos que el término original que se esconde bajo la expresión «alégrate» encierra algo mucho más profundo que una alegría efímera o mundana. Se trata de un vocablo griego que expresa un gran regocijo, capaz incluso de poner en movimiento el cuerpo. Por otra parte, la llamada al gozo había sido escuchada siglos antes, de boca del profeta Sofonías, cuando reconocía a Israel como hija de Sion, morada de Dios. Ahora será María el verdadero templo en el que habitará el Señor.

Con todo, reduciríamos la hondura del relato si vinculáramos la invitación al júbilo estrictamente a la encarnación o al nacimiento de Jesús. Cuando el pasaje de la anunciación, uno de los textos fundamentales de la Escritura, que prácticamente abre el Evangelio de Lucas, adopta un término tan expresivo como el de «alégrate», se están poniendo de relieve dos realidades. La primera es que esa alegría implicará desde ahora toda la vida de María. Se trata de una fórmula que habrá de recordar a lo largo de sus días, en particular en los episodios de mayor prueba y sufrimiento, como cuando vemos a la Madre de Dios junto a la cruz. La segunda es que el mensaje de exultación pronunciado por el ángel tiene como destinataria a toda la Iglesia, a la que se le anuncia la salvación definitiva, culminada con la muerte y la resurrección del Señor y que ahora se inicia.

«No temas»

Del mismo modo que la llamada a la alegría va más allá de María y tiene por destinatarios a quienes a lo largo de la historia la hemos escuchado, el «no temas» supone un estímulo a la confianza plena en la acción de Dios para todos nosotros, puesto que María es figura de lo que la Iglesia está llamada a ser. Sabemos que, especialmente en los momentos de persecución de la primitiva Iglesia, los cristianos mostraron una especial valentía, fruto de la acción del Espíritu Santo, que les permitió no acobardarse a la hora de anunciar al Camino, la Verdad y la Vida. El mensaje del ángel a María es, por tanto, la confirmación de que su vida está en las manos de Dios, de tal manera que se anticipa en ella la fuerza del Espíritu que años más tarde experimentarían el resto de creyentes.

En nuestros días ha de seguir resonando en nuestro corazón el «no temas», ya que también el Espíritu Santo se ha posado sobre nosotros a través de la Confirmación y del resto de sacramentos. En definitiva, es necesario percibir que la irrupción de Dios en nuestra vida constituye siempre una noticia de alegría y de confianza. Solo así será posible repetir, como María, «he aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra».

IV domingo de Adviento / Evangelio: Lucas 1, 26-38

En aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María. El ángel, entrando en su presencia, dijo: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo». Ella se turbó grandemente ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquel. El ángel le dijo: «No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin». Y María dijo al ángel: «¿Cómo será eso, pues no conozco varón?». El ángel le contestó: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios. También tu pariente Isabel ha concebido un hijo en su vejez, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, porque para Dios nada hay imposible». María contestó: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra». Y el ángel se retiró.