Jornada de Madrid con sus Misioneros. «Señor, que mañana nos levantemos» - Alfa y Omega

Jornada de Madrid con sus Misioneros. «Señor, que mañana nos levantemos»

La archidiócesis de Madrid recuerda, estos días, a los 1.427 misioneros de la capital, que, en estos momentos, trabajan al servicio del Evangelio en 94 países. Uno de ellos, el misionero comboniano Juan Antonio Fraile, ha vuelto a España tras 12 años de misión en la República Democrática del Congo, donde vivió la guerra en sus carnes y dedicó su vida a cuidar de los fieles pigmeos en la selva, a abrir escuelas y a montar el único hospital de la zona

Cristina Sánchez Aguilar
El padre Fraile.

Juan Antonio Fraile tenía 31 años cuando llegó a la República Democrática del Congo. Allí vivió los 12 años más duros, pero también los más productivos de su vida, hasta que volvió, hace menos de un año, a pasar un tiempo a Madrid.

Era 1994 cuando puso, por primera vez, el pie en el insondable territorio africano, y no se quedó en la capital, Kinshasa, sino que su primer destino fue la selva tropical, una parroquia enorme, con 50 pueblos a los que atender, muchos de ellos formados por pigmeos —los primeros habitantes del Congo, discriminados por los congoleños, que los consideran medio hombres y, por eso, viven aislados en la selva—: «Era como estar en una película», recuerda el misionero comboniano, cuando rememora los primeros días de su misión africana.

A los dos años de la llegada del padre Juan Antonio, en 1996, estalló la guerra en el país, con el objetivo de derrocar al dictador Mobutu: «Muchos me dicen que parezco un abuelo contando batallas, pero vivir en medio de la guerra es convivir con la miseria, la dureza y la inseguridad diaria; y cada noche, al ir a dormir, cuando más indefenso te sientes, tu último pensamiento es: Señor, que mañana nos levantemos. Y mientras, alrededor, se escuchaban los disparos. Despertarse era una alegría cada mañana». Pero también, a la vez, «era una experiencia muy rica, porque vivir allí hace que las cosas que te parecen importantes se conviertan en nimiedades», añade.

Sabías cuándo salías, no cuándo llegabas

El trabajo de los misioneros combonianos, en la parroquia del padre Juan Antonio Fraile, consiste en celebrar diariamente la Eucaristía y visitar a los fieles de los pueblos que formaban parte de la misión: «Durante la guerra, nos desplazábamos por los caminos, sobre todo en bici, porque estaban llenos de agujeros —no se podía circular ni 15 kilómetros sin socavones— y, si caías en uno, cogías la bici en hombros y a continuar. Sabías cuándo salías, pero nunca cuándo llegabas», cuenta.

Una guerra que, según el padre Fraile, «aún no ha terminado, porque Congo es uno de los países más ricos en el subsuelo de África. Y mientras haya materiales que saquear —coltán, diamantes, casiterita…—, habrá guerra, porque habrá ladrones de guante blanco que paguen a otros para que hagan el trabajo sucio, roben y maten». De hecho, Uganda y Rwanda son grandes exportadores y, en sus países, no existen estos materiales. «Estas personas se enriquecen con la muerte de tantos…; pido al Señor que los perdone», afirma.

El misionero comboniano Juan Antonio Fraile, con los fieles de su parroquia, en la selva congoleña.

Los misioneros también se encargan de proporcionar los servicios básicos de educación y salud a los fieles: «Abrimos varias escuelas; sólo en la del centro, teníamos 3.000 niños, y el único hospital en más de 150 kilómetros a la redonda», explica el padre Juan Antonio.

¿Qué hago yo aquí?

«Es inevitable preguntarse qué hace uno allí, pero la oración y el amor por los hermanos te responde rápidamente», cuenta el misionero. «Recuerdo un día de Navidad, cuando las tropas nacionales asaltaron nuestra población —la saquearon, quemaron, violaron a las mujeres, mataron a los hombres…—. Nosotros estábamos en la capilla, esperando la muerte. Escuchábamos los tiros muy cerca, y, mientras, rezábamos el Rosario. Al instante, alguien llamó a la puerta. Era una mamá, asidua a la parroquia, que vivía a más de un kilómetro y medio que recorrió, entre balas, para llegar hasta nosotros, porque creía que nos habían matado. Ver a aquella pobre mujer llorando porque estábamos vivos, me quitó todos los miedos», afirma.

«O cuando tuvimos que estar escondidos en la selva con los pigmeos durante 13 días», recuerda. «Fue gracias a los cristianos, que nos ayudaron a escondernos, que estoy vivo. Es ahí cuando experimentas la hermandad, y cuando ves que la maldad aleja al hombre de Dios y es capaz de hacer las cosas más terribles, pero que, cuando se acerca, es capaz de hacer las cosas más grandiosas».