Jesús, el huésped de nuestra vida - Alfa y Omega

Jesús, el huésped de nuestra vida

Domingo de la 13ª semana de tiempo ordinario / Mateo 10, 37-42

Juan Antonio Ruiz Rodrigo
Cristo y los discípulos de Nieznany Malarz Wloski. Museo Nacional de Varsovia (Polonia).

Evangelio: Mateo 10, 37-42

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus apóstoles: «El que quiere a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no carga con su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí, la encontrará. El que os recibe a vosotros, me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me ha enviado; el que recibe a un profeta porque es profeta, tendrá recompensa de profeta; y el que recibe a un justo porque es justo, tendrá recompensa de justo. El que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a uno de estos pequeños, solo porque es mi discípulo, en verdad os digo que no perderá su recompensa».

Comentario

El Evangelio nos presenta un pasaje del capítulo décimo de Mateo. Es la última parte del discurso misionero dirigido por Jesús a los doce. El evangelista Mateo, un gran catequista, recoge aquí varias palabras de Jesús, pronunciadas en diferentes circunstancias, pero que en conjunto determinan el contenido y el estilo de la misión. Sin embargo, en el pasaje evangélico da un paso que impacta enormemente: «Quien ama a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí». Es decir, quien prefiere a sus padres, o a su trabajo, o a sus amigos, o a su futuro… no vale para ser discípulo. Es una sentencia muy fuerte que debemos interpretar bien.

¿Cuál es el fondo de esta palabra? Ciertamente, no es un rechazo a la familia. No se trata de abandonar a los padres, de dejar de quererlos. Es todo lo contrario. Se trata de algo diferente. El primero, el centro, el que da sentido a esos amores y los convierte en amores para la eternidad es Jesucristo. Él es el primer amor. Y, por eso, cuando Jesús llama a la misión, se deja lo que haya que dejar —sin faltar a las obligaciones morales— para seguirle y entregarse a Él. No se trata de competencias con los amores familiares. Es poner esos amores familiares bajo la luz del amor primero, que es el amor del Señor. ¡Cuántas familias numerosas han entregado con alegría a sus hijos a misiones peligrosas! ¡Cuántos mártires han surgido del amor de las familias a Jesucristo y del amor preferente de esos hijos a Jesucristo! Amar significa seguir y seguir es llevar la cruz. Por eso se deriva una ley de vida: quien se apropia de la vida, la pierde. Sin embargo, quien pierde la vida por el Reino, por Jesús, la gana.

El Señor nos lo pide a todos. Para dejar la vida, para dejar los padres, para dejar todo, hay que amarlo. No nos vamos con Jesús porque odiamos el resto de la vida o porque estamos incómodos con la familia. Ni mucho menos. Curiosamente, surgen más vocaciones al apostolado cuando hay verdadero amor a la familia.

Hace unos días visitaba con dos amigos una casa hospitalaria del Señor al norte de Israel, en Galilea: los restos arqueológicos de un pueblo que se llama Cafarnaún. Es la casa de Pedro, transformada en templo. Parece ser que era una casa de vecinos, cercana al mar, donde vivía con sus familiares. Había una habitación especial donde se alojaba un huésped llamado Jesús. ¡Qué alegría la de aquella familia recibiendo a Jesús! Él al amanecer salía de la casa, se iba a un descampado y se ponía a rezar. Pero cuando llegaba la tarde, aquello se transformaba en un gran desorden: enfermos en camillas, lisiados, endemoniados… La calle se convertía en un lugar ruidoso. Y, sin embargo, aquella familia bendecía la presencia del Señor. Porque su casa, por este huésped, se había convertido en un gran hospital: el hospital de Dios. Allí no había medicamentos ni se realizaban pruebas. Había oración, petición e imposición de manos. Un día, la suegra de Pedro enfermó, y el Huésped la bendijo, le impuso las manos y la fiebre le remitió. En aquel momento, la mujer se puso a servirles. Jesús es el Huésped. ¡Cuántas gracias llegarían a aquella familia por la presencia de Jesús!

Jesús es huésped, pero no prisionero. Un día, en esas madrugadas de oración, fueron a por Él: «Todos te buscan». Y Jesús dirá que se debe a todos los pueblos. Su misión es universal. Es huésped. Peregrinemos a Cafarnaún para dar hospitalidad a Jesús, al enfermo, al pobre. Que sepamos también nosotros acoger al Señor, a pesar de las molestias que esto nos pueda causar.