Semana de Pasión. Hoy, la Última Cena y Getsemaní. Mañana, la ignominia y la cruz. El barroco de las procesiones recoge el legado de siglos hecho cultura del pueblo que en la fe contempla el dolor físico de Jesús. ¿Y su dolor espiritual? El arte contemporáneo lo busca incesantemente. Y en sus almas lo reconocen los despreciados, los injuriados, los desolados, los abandonados.
El cénit del sufrimiento espiritual de Jesús está en la cruz, cuando se vacía incluso de Dios, cuando grita «Dios mío, Dios mío, porque me has abandonado». Más que una frase del salmo 22 que dice Jesús, es una frase de Jesús que dice el salmo 22.
Ya decía el filósofo Jack Maritain que Dios sufrió en la cruz: sufrió el Hijo, sufrió el Padre, sufrió el Espíritu Santo: «El sufrimiento existe en Dios de un modo infinitamente más verdadero que en nosotros, pero sin ninguna imperfección, ya que en Dios está en absoluta unidad con el amor».
San Juan Pablo II en su encíclica Salvifici Doloris lo describe así: «Midiendo todo el mal de volver la espalda a Dios contenido en el pecado, Cristo, mediante la profundidad divina de la unión filial con el Padre, percibe de un modo humanamente inexplicable este sufrimiento que es la separación, el rechazo del Padre, la ruptura con Dios».
El Papa Francisco, dirigiéndose a un grupo de jóvenes en Nápoles les dijo: «El más grande silencio de Dios fue la Cruz: Jesús oyó el silencio del Padre, hasta llamarlo abandono: Padre, ¿por qué me has abandonado? Y luego sucedió ese milagro de Dios, esa palabra, ese gesto grandioso que fue la Resurrección. Nuestro Dios es también el Dios de los silencios y (…) el silencio de Dios no digo que se pueda comprender, pero podemos acercarnos a los silencios de Dios mirando a Cristo crucificado, a Cristo que muere, a Cristo abandonado».
San Juan de la Cruz, como todos los místicos, fue muy sensible al grito de Jesús en la Cruz: «Cierta está que al punto de la muerte quedó también aniquilado en el alma sin consuelo y alivio alguno, dejándole el Padre así en íntima sequedad (…); por lo cual fue necesario a clamar diciendo: ¡Dios mío, Dios mío! ¡Por qué me has desamparado? (Mt. 27,26). Lo cual fue el mayor desamparo sensitivamente que había tenido. (…) Y esto fue, como digo, al tiempo y punto que este Señor estuvo más aniquilado en todo».
Chiara Lubich, mística contemporánea, lo explica así: «Lo había dado todo. Le quedaba la divinidad. Su unión con el Padre, la dulcísima e inefable unión con Él, que lo había hecho tan poderoso en la tierra como Hijo de Dios y tan majestuoso en la cruz; ese sentimiento de la presencia de Dios tenía que bajar al fondo de su alma, dejar de sentirlo. El amor en Él estaba anulado, la luz apagada, la sabiduría callada».
San Ireneo decía del misterio de la redención que todo lo que Jesús redimió antes lo asumió, y no redimió nada que él mismo en su pasión no hubiese hecho suyo. Tuvo que bajar a los infiernos para rescatarnos del infierno. No podríamos ser nada sin él, sin su amor desde la cruz.