Jerarquía de verdades - Alfa y Omega

Justo en la mitad del mes de octubre, el día de santa Teresa de Jesús, cuando el Sínodo llevaba dos semanas reunido, salió la exhortación apostólica de Francisco C’est la confiance, dedicada a santa Teresita de Lisieux. Casi al final del documento recuerda algo que ya viene diciendo desde Evangelii gaudium: hay un orden o jerarquía entre las verdades de la Iglesia y esto es tanto para los dogmas de fe como para el conjunto de sus enseñanzas, incluida la moral. Es más, cuidar la integridad de la enseñanza moral de la Iglesia pasa por destacar los valores más altos y centrales del Evangelio, particularmente el primado de la caridad como respuesta a la iniciativa gratuita del amor incondicional de la Trinidad.

Así entramos en el corazón del kerigma, es decir, en «la siempre nueva y fascinante buena noticia del Evangelio de Jesús, que se va haciendo carne cada vez más y mejor en la vida de la Iglesia y de la humanidad» (Veritatis gaudium, 4a). La profundización del kerigma se realiza en el diálogo que nace de la escucha y genera comunión. Jesús mismo anuncia el Reino de Dios dialogando con toda clase y categoría de personas de su tiempo y abriendo con su escucha los corazones para acoger, a su vez, la plenitud del Amor y la alegría de la vida.

En una humanidad tan polarizada y machacada por las guerras, solo desde el diálogo se pueden crear horizontes de misericordia y fraternidad, dilatar las posibilidades de la razón y crear condiciones para el encuentro entre diversos saberes y culturas. Así podremos responder constructivamente al grito de la tierra y de los pobres, practicando una «hermenéutica de la persona» y haciendo que toda la Iglesia atienda «al bien que el Espíritu derrama en medio de la fragilidad», para acoger y abrazar a sus hijos allí donde estén. Desde el corazón del Evangelio es como se ha de proceder a la «conversión pastoral de las estructuras eclesiásticas» —complementaria de la conversión personal— para que sean misioneras y abiertas, a fin de que el Evangelio pueda llegar a todos. Saliendo del propio amor, querer e interés —no guardándose celosamente a Cristo— es como se realiza la profundización del kerigma y como se puede compartir con todos «una palabra decisiva en defensa de la vida, para la creación y la fraternidad», como hace Bergoglio.

El kerigma nos pone delante el sentido relacional de la verdad que expresa la jerarquía de verdades plasmada en el decreto del Vaticano II sobre el diálogo ecuménico Unitatis redintegratio. Cuando Francisco lo aplica específicamente al ámbito de la moral cristiana no está en absoluto relativizando la verdad o invitando a que seleccionemos lo que más nos gusta de ella, sino situando cada verdad en la integridad armoniosa del mensaje evangélico y permitiendo que las verdades se iluminen unas a otras para ir alcanzando un conocimiento más profundo de las insondables riquezas de Cristo. Porque es el encuentro con la persona de Cristo —no una decisión ética o una gran idea— lo que lleva a alguien a ser cristiano, tal como escribió el Papa Benedicto en su primera encíclica. Cuando la propuesta de la moral cristiana es fiel al Evangelio, «se manifiesta la centralidad de algunas verdades y queda claro que la moral cristiana es más que una ascesis, [y que] no es una mera filosofía práctica ni un catálogo de pecados y errores» (EG, 39).

El aldabonazo que reclama atender al corazón mismo del kerigma pide aplicarse en el conjunto de las operaciones del discernimiento. También reclama darle protagonismo a la conciencia moral y conectarla con la realidad de la vida teniendo a la vista el ideal normativo, pero evitando caer en ideologías que a veces hacemos pasar por el Evangelio de Cristo y se toman por sustitutivos del encuentro personal con el Señor. De la mano de la jerarquía de verdades debe venir también la distinción en la importancia de los asuntos que emergen como problemas, para no banalizar la moral, como tiende a hacer la comunicación digital. De ahí surge igualmente la necesidad de tomar la historia en serio, puesto que la verdad está plenamente dada en Cristo pero solo va desplegando su riqueza en una progresiva comprensión histórica, que es comprensión hermenéutica, donde sinérgicamente actúan la inteligencia y el amor. Se nos va desvelando en una tradición creativa y abierta a la innovación, que es la vida misma del Espíritu en la Iglesia. No solo la experiencia religiosa cristiana acontece en la historia, sino que historiza la vida humana.

Obviamente, el reconocimiento efectivo de las cuestiones disputadas y ambigüedades de la vida moral y social, la pluralidad de voces de las comunidades eclesiales y la articulación de canales de diálogo para que estas voces diversas sean escuchadas por los pastores no implica poner fuera de juego el rol de la autoridad eclesial del magisterio de los pastores ni el de los teólogos para «auscultar, discernir e interpretar, con la ayuda del Espíritu Santo, las múltiples voces de nuestro tiempo, y valorarlas a la luz de la Palabra divina». Al contrario, los hacen aún más necesarios a una eclesiología de comunión que acompaña, discierne, integra y hace posible que «la verdad revelada pueda ser más profundamente percibida, mejor entendida y expresada de forma más adecuada» (GS, 44) para responder a los desafíos del presente, tal como desea la sinodalidad. La teología moral tiene hoy una gran oportunidad para desarrollarse dentro del marco de un nuevo paradigma de magisterio más favorecedor del discernimiento personal y comunitario, consciente de que no puede ni debe resolver todas las problemáticas doctrinales, morales o pastorales, ni dar soluciones homogéneas para todos los territorios de la catolicidad.